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La Campaña de Rorschach

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Luis Fernando Medina
27 de mayo de 2014 - 04:00 a. m.
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Aunque su nombre es más difícil de pronunciar que el de Rendón, Rorschach es la "R" más importante de la campaña de Santos.

No se trata de un consultor político de alto vuelo, de los que van de país en país cobrando millonadas. Es psiquiatra de comienzos del siglo XX al que se le ocurrió la idea de poner a los pacientes a mirar fijamente manchas de tinta a ver qué figuras encontraban ahí. Esa es la estrategia de campaña de Santos: mostrarle al electorado una mancha de tinta indefinible, llamada proceso de paz, para que cada uno decida ver lo que quiera ver y, si hay suerte, se entusiasme a votar. Aunque pueda ser una buena forma de descubrir la personalidad de un paciente psiquiátrico, parece una pésima estrategia electoral. Sin embargo es la única opción que tiene Santos. Dejando de lado si Santos es bueno o malo para conseguir votos, la dinámica del proceso de paz lo obliga a actuar como un muy mal candidato.

Comencemos por lo obvio: Santos es un presidente de centro-derecha que quiere preservar el statu quo aunque esté dispuesto a hacer unas pocas reformas aquí y allá si es necesario. Para eso necesita acabar la guerra con las FARC. Pero si lo trata de hacer a bala se enfrenta a dos problemas: primero, en una de esas las FARC recuperan capacidad de perturbar (e incluso de llevar la guerra a las ciudades) y, por otro lado, el paramilitarismo puede crecer tanto que se vuelva ya una amenaza para las mismas élites que apoyan su gobierno (ya durante el uribismo hubo síntomas preocupantes de eso). La solución a esos dilemas es hacer un proceso de paz que garantice la famosa confianza inversionista: al fin y al cabo, su modelo económico está basada en la entrada de grandes capitales agro-industriales y mineros a la periferia rural donde ha estado la guerrilla desde hace décadas.

Invirtiendo a Clausewitz, la política es la prolongación de la guerra por otros medios. Muy seguramente Santos y las FARC saben que el acuerdo de paz no es el fin del conflicto sino su tránsito a una nueva etapa posiblemente menos sangrienta. Santos y las FARC tienen visiones opuestas sobre el desarrollo agrario, sobre los recursos naturales y sobre las multinacionales. Pero le apuestan a que esas diferencias se pueden resolver sobre la marcha en los próximos años a medida que se vaya implementando el acuerdo que se firme en La Habana. Si todos tenemos suerte, el proceso será pacífico. En eso soy más o menos optimista. Pero en una de esas ese proceso se torna violento.

Con eso llegamos al meollo del asunto: Santos no puede salir a defender su proceso de paz como debería porque le estalla en la cara. Si, para aplacar a la ultra-derecha uribista, sale a decir abiertamente que él va a buscar la forma de aguar al máximo la implementación del acuerdo (por ejemplo, las zonas de reserva campesina, o los acuerdos sobre movimientos sociales), las FARC se paran de la mesa. Si, por otro lado, sale a defender apasionadamente las reformas que se han pactado en la agenda (que, muy seguramente, no le apasionan mucho), pierde el apoyo de los sectores de derecha que están en su coalición. Entonces, mejor no entrar en detalles, hablar vagamente de paz y dejar que cada uno entienda lo que quiera entender. Por eso, el gobierno que más ha adelantado en un proceso de paz con las FARC termina dejando que sean los partidos de oposición los que lo defienden.

Esto no es del todo raro. Todo proceso de paz implica que los bandos sentados en la mesa se callan ciertas verdades (o a veces mienten descaradamente) para que sus aliados militaristas no se los traguen vivos. Lo que es un poco inusual es que ese juego de ambigüedades se dé en plena campaña electoral. Pero así es la vida y no vale la pena rasgarse las vestiduras por eso.

Eso mismo explica cierta esquizofrenia del discurso uribista. Los alaridos más sonoros que vienen de aquel campo insisten en que con las negociaciones la guerrilla se va a adueñar del país. Pero también hay un segundo discurso, más sofisticado, que se pregunta por qué negociar con las FARC cuando ya son (según ellos) casi insignificantes. Si las dos afirmaciones parecen contradictorias es porque lo son. Una de dos: o las FARC están en capacidad de tomarse el poder (y se lo están tomando ya desde La Habana), o son un problema menor. No importa. Las dos afirmaciones no están dirigidas a los mismos votantes. La primera está dirigida hacia los votantes acérrimos de derecha mientras que la segunda busca arañarle a Santos votos entre aquellos sectores a los que les gusta la idea de la paz, pero que no quieren meterse a cambiar el modelo económico o político para lograrla.

(A todas estas, ¿será que Zuluaga, si llega a ganar, sí se atreve a ponerle fin a un proceso de paz que ya cubre los temas claves, exponiéndose a quién sabe qué coletazos violentos? Pero en ese caso, ¿qué haría con Uribe? No sé la respuesta. Solo pregunto para que, en caso de que ocurra, conste que yo lo dije aquí.)

En esas circunstancias es mejor no hacer muchos pronósticos. Pero me voy a animar: creo que las cuentas de la segunda vuelta favorecen a Santos. La mayoría de los votantes apoyó a candidatos que defienden el proceso de paz. También subió muchísimo la abstención. Pero me cuesta trabajo imaginarme a un ciudadano que se crea el cuento de "detener al castro-chavismo" y que haya preferido abstenerse en la primera vuelta.

Claro, hay factores que complican el cálculo. No es obvio que los votantes de Peñalosa se vayan con Santos. Peñalosa apoyó el proceso de paz, pero da la impresión de que sus votantes se mueven en función de variables que él no controla. Al fin y al cabo no cualquiera pierde un millón de votos entre la consulta y las elecciones. Pero tampoco es obvio que los votantes de Martha Lucía Ramírez se vayan todos con Zuluaga. No hay que olvidar que dentro del Partido Conservador ha habido históricamente sectores favorables a la paz con las FARC. A eso hay que sumarle los males congénitos de la campaña de Santos. ¡Ah! Y vaya uno a saber qué otros videos hay.

Un punto suelto para terminar. A finales del siglo XX la izquierda colombiana se mantenía alrededor del 5 o 6% de la votación (con la excepción de 1990 y 1991). En el siglo XXI su piso parece estar en torno al 10% y el supuestamente moribundo Polo Democrático obtuvo ahora el 15% y fue la segunda fuerza de Bogotá. Yo creería que eso indica que ya existe en Colombia un partido de izquierda democrática con vocación de permanencia y con capacidad de crecer. Pero seguro estoy equivocado porque todo el mundo sabe que el país se está derechizando.

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