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La Guerra de los Treinta Años

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Luis Fernando Medina
05 de agosto de 2014 - 03:00 a. m.
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¿Exactamente qué centenario conmemoramos el pasado 28 de Julio? La respuesta obvia es el comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914 - 1918).

Pero, aunque correcta, esta respuesta es insuficiente. Baste con pensar que ya en pocos días, el 1 de Septiembre, tendremos otra conmemoración: los 75 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial (1939 - 1945). Más aún, esta demarcación es engañosa. Para cuando Hitler invadió Polonia hacía ya dos años que un país del Eje (Japón) había invadido a un miembro de los Aliados (China). Ya Mussolini había invadido Abisinia (Etiopía) en 1935. Ya en 1936 había estallado la guerra civil española que terminó por involucrar al Eje y a la Unión Soviética. Ya en 1931 Japón había invadido Manchuria. Del mismo modo, si bien Alemania firmó su rendición en 1918, la guerra civil rusa adquirió dimensiones internacionales y para 1921 hay tropas inglesas y francesas en territorio soviético. En 1923, invocando el retraso en los pagos de indemnizaciones tras la Gran Guerra, Francia ocupó la región alemana del Ruhr; un evento que traumatizó a la ya frágil Alemania y alimentó la indignación de grupos de ultraderecha entre los que ya se empezó a destacar un suboficial retirado, herido durante la guerra, con el nombre de Adolf Hitler.

Por todo eso, tal vez tengan razón quienes prefieren referirse a aquel periodo como la segunda Guerra de los Treinta Años (siendo la primera aquella que asoló al centro de Europa entre 1618 y 1648). Entre 1914 y 1945 es muy difícil hablar de un periodo de paz entre las grandes potencias de la época. No siempre había hostilidades militares abiertas, pero éstas siempre eran una posibilidad inminente.

Aquellos treinta años destruyeron un mundo y dieron origen a otro. Como es imposible discutir en detalle las causas y consecuencias de semejante cataclismo en una columna, mejor limitarnos a algunos brochazos. Comparando los mapas políticos de antes y después hay una transformación que salta a la vista: el fin de los imperios. La Primera Guerra Mundial destruyó todos los imperios derrotados (excepto el imperio ruso que se reconstituyó como la Unión Soviética) pero también debilitó a los victoriosos a tal punto que el Imperio Británico, otra vez vencedor en la Segunda Guerra, tuvo que resignarse a su desmantelamiento tras 1945. (Similar suerte corrió el imperio francés.) Otra transformación menos visible pero igual de profunda es el surgimiento de la política de masas. Aunque a finales del siglo XIX se había ido extendiendo el sufragio universal en algunas partes de Europa y Estados Unidos, se trataba de inicios vacilantes y mal podría decirse que en el mundo la norma fuera esperar a que la población entera participara en la toma de decisiones. Por eso la monarquía británica, con la ayuda de apenas unos miles de funcionarios leales, podía darse el lujo de reinar sobre los centenares de millones de súbditos de la India, al otro lado del planeta.

Los dos procesos estaban relacionados. Tras la movilización de las guerras era de esperarse que muchos antiguos combatientes empezaran a pedir nuevos derechos políticos y sociales. Por ejemplo, en Gran Bretaña, la expansión de los programas de vivienda social en el periodo de entreguerras adoptó el slogan de ``casas dignas de héroes.'' Del mismo modo, tras 1945 los veteranos negros del ejército de Estados Unidos estaban cada vez menos dispuestos a aceptar el trato de ciudadanos de segunda a manos del país al que acababan de defender en el campo de batalla. En las antiguas colonias eran cada vez más los súbditos que se resistían a ser gobernados por remotas capitales imperiales que no tenían inconveniente en reclutarlos para sus guerras a miles de kilómetros de distancia. A instancias del Presidente Wilson, los tratados de paz que desmantelaron los imperios europeos erigieron en su lugar una serie de estados autónomos (tales como Polonia, Checoslovaquia o Lituania entre otros), supuestamente homogéneos y, tal era la teoría, políticamente listos para disfrutar de democracia y estabilidad.

Con la distancia que dan los años hemos podido constatar que aquellas aspiraciones nacionalistas casi nunca dieron los resultados que sus defensores aspiraban y, por el contrario, muchas generaron fuerzas políticas abominables. Pero el modelo anterior era insostenible. Aquellos imperios remotos y vastos eran capaces de gobernar millones de súbditos de todo tipo de culturas e idiomas siempre y cuando no tuvieran que hacer concesiones a la "soberanía popular."

Era inevitable que semejantes transformaciones políticas tuvieran efectos sobre la gobernanza económica. Los imperios, especialmente los más avanzados, eran los garantes del orden económico liberal de su tiempo. No era solamente que éstos podían asegurarse que sus colonias no experimentaran con políticas proteccionistas sino que también eran capaces de disciplinar a su manera el mercado de capitales. En 1902 Gran Bretaña, Alemania e Italia le impusieron un bloqueo naval a Venezuela para obligarla a pagar sus deudas. (Espero que el juez Griesa de la Corte de Apelaciones de Nueva York no lea mi columna, no sea que ésta le dé ideas sobre cómo tratar a Argentina...) Por eso, después de 1945, al desaparecer aquellos imperios, y ser reemplazados por estados-nación que, así fuera de manera muy imperfecta, tenían que responder a las demandas de sus ciudadanos, las economías del mundo, incluidas muchas de las más importantes, abandonaron aquel liberalismo extremo en aras de buscar políticas de crecimiento y comercio con un acento más nacional.

Con su habitual perspicacia, Dani Rodrik ha dicho que el mundo se debate siempre en medio de un "trilema" entre integración económica, democracia y soberanía nacional: se pueden conciliar dos de estos tres, pero no los tres al tiempo. Como hemos visto, ese trilema es en buena medida un resultado del colapso del orden internacional que estuvo vigente hasta 1913. Hasta ese entonces ni la democracia ni la soberanía nacional eran considerados principios cardinales de gran difusión.

Tal vez por eso el centenario de la Primera Guerra resulta un poco extraño. A veces parece un evento muy alejado de nosotros, la catástrofe que destruyó un pasado irrecuperable. A veces en cambio parece que su legado aún nos acompaña. Sin ir más lejos, la crisis de Gaza tiene buena parte de sus orígenes en la Declaración de Balfour de 1917, en la que el canciller británico se mostraba favorable a la creación de un estado israelí. Pero también a veces pareciera como si estuviéramos entrando de nuevo en ese pasado. La globalización económica ha disminuido la capacidad de los estados-nación de controlar sus propias economías. Al mismo tiempo, los mecanismos de poder transnacional cargan con un enorme déficit democrático e incluso entre pensadores de derecha, como Niall Ferguson, cunde una clara nostalgia por los imperios de antes. Entonces, no puede uno dejar de preguntarse si, al igual que la generación de los tiempos de entreguerras, estamos en un momento en el que las viejas certidumbres han muerto y aún no han nacido las nuevas.

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