Para entender bien un sistema de derechos hay que verlo funcionar en los casos extremos. Ningún gobierno del mundo mete preso a un ciudadano por publicar una elegía de sus líderes. Pero la cosa es distinta cuando se trata de insultos. Ahí es cuando se sabe si de verdad existe la libertad de expresión. Del mismo modo, para entender qué tipo de democracia hay hoy en Europa habrá que seguir atentamente el caso de Grecia.
La crisis de la deuda griega comenzó con un libreto ya conocido de otras latitudes. Un país con muchísimos problemas estructurales, con un sector público ineficiente que servía para financiar las lealtades políticas de los partidos dominantes, recibe un aluvión de capital extranjero. Es la bonanza, todo el mundo disfruta los buenos tiempos hasta que un día se acaba la fiesta. En este caso el detonante vino cuando se vio que las cifras estaban maquilladas y que los déficits fiscales eran mayores de lo que parecía. Así fueron, detalles más, detalles menos, las crisis de la deuda en América Latina en los años 80. Incluso, al igual que en aquella época, en la que varios países de la región estaban en situación similar, Grecia tenía compañeros de infortunio a todo lo largo de la costa norte del Mediterráneo. España, Portugal, Italia e incluso Irlanda (meridionales honorarios) estaban atravesando dificultades similares pero, al igual que en América Latina, nunca llegó a cuajar la idea de presentar un frente común para negociar con los acreedores. Hasta ahí, una historia repetida.
Pero ocurrió lo inesperado. Por razones que no hay espacio para discutir aquí, la crisis griega se llevó de calle a los dos partidos tradicionales con lo que se produjo algo sin precedentes en la historia europea desde 1945: el triunfo de un partido a la izquierda de los socialdemócratas. Así, súbitamente el proyecto de integración europea se enfrenta a su hora de la verdad.
Tanto el gobierno griego como sus acreedores están de acuerdo en dos cosas. Primero, en que es preferible pagar que no pagar. Segundo, en que Grecia tiene que reformar su economía no solo para poder pagar lo que debe ahora sino para evitar que esto se repita. Pero hasta ahí llegan los acuerdos. La Unión Europea sostiene que la forma de lograr los dos objetivos (pagos y cambios estructurales) es mediante un paquete de austeridad, de recortes sobre todo a las pensiones, de reducción de los derechos de negociación colectiva y de privatización de activos. Supuestamente, este paquete generaría el flujo de caja necesario para cumplir con las obligaciones y aumentaría la productividad de la economía griega. En cambio, el gobierno griego tiene una agenda distinta: recuperar el crecimiento mediante una infusión de gasto público en el corto plazo y políticas sectoriales de mediano plazo.
Las discrepancias entre los dos paquetes serían un fascinante tema de discusión académica entre economistas pero en la práctica el asunto es más bien de índole política y plantea preguntas que van al corazón mismo de lo que significa Europa. Comencemos por lo obvio: si no hay acuerdo, Grecia entra en bancarrota y cualquier ajuste, dentro o fuera del euro, generará una convulsión económica y política de marca mayor. Teniendo eso como telón de fondo, este episodio suscita dos preguntas: una sobre la naturaleza de la democracia y otra sobre la naturaleza de la economía de mercado.
Primera pregunta: supongamos que, súbitamente, el gobierno griego decidiera hacerle caso a la Unión Europea y aplicar su recetario neoliberal. Pero resulta que en la vida real las cosas no siempre salen como se planean y bien puede ocurrir que los tales ríos de leche y miel que supuestamente empezarán a correr no corren. ¿Quién se haría responsable? ¿Está dispuesta la Unión Europea a aceptar pagos menores si la economía griega crece menos de lo esperado? ¿Está dispuesta a simplemente perdonar buena parte de la deuda antes de aplicar el famoso paquete? Si no es así, estamos ante una perversión de los principios del gobierno representativo: Grecia estaría de facto gobernada por un cuerpo supérstite, no elegido por los griegos, y que no tiene que sufrir ninguna consecuencia si sus fórmulas maravillosas no funcionan.
Segunda pregunta: la base del capitalismo es, supuestamente, recompensar a quienes asumen riesgos. Es un principio saludable. Hay personas, entre las que me cuento, que no queremos asumir riesgos y preferimos un ingreso estable, un salario lo más fijo posible y, llegado el momento, una pensión. Por eso, aceptamos que algunos individuos se ganen más que nosotros en virtud de su espíritu innovador que los lleva a arriesgar en inversiones de todo tipo. Pero, por lo visto, ese principio se ha trastocado para los griegos. Si Ud. es un pensionado griego, su pensión está sometida a enormes riesgos. De hecho, ya le ha sido recortada a veces hasta la mitad y, dependiendo de lo que ocurra en el Olimpo de Bruselas se la pueden recortar más. En cambio, si es un inversionista agresivo que adquirió bonos griegos en los años de la bonanza, la Unión Europea le ha dado todo tipo de avisos y oportunidades para venderlos a buen precio antes de que se desplomen. Para eso ha habido ya más de cinco años de rescates y paquetes de ayuda.
Llevamos ya varios años oyendo a los arquitectos del euro decir que la fórmula para la prosperidad y la estabilidad es la combinación de democracia política y economía de mercado. La primera para asegurar que los gobiernos respondan a los ciudadanos y la segunda para que dichos ciudadanos puedan escoger cómo desplegar su actividad con reglas de juego transparentes. Algo me dice que en las semanas que vienen veremos que no eso no era lo que realmente pensaban.