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Vaya por delante que los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner y de Nicolás Maduro han cometido serios errores, en materia económica pero también en otros campos.
Por el bien de sus respectivos países e incluso de sus propios intereses políticos deberían rectificar esos errores cuanto antes y, sobre todo en el caso de Venezuela, revertir la ya preocupante deriva autoritaria. Pero pongamos las cosas en contexto. La reciente devaluación Argentina, cercana al 12%, no está ni siquiera entre las más importantes de su tormentosa historia. Por estos días India y Turquía han atravesado episodios similares. La inflación venezolana está por encima del 56% anual pero Venezuela durante la "Cuarta República" tuvo inflaciones mucho más altas y persistentes. En Colombia, país caracterizado por su prudencia macroeconómica, tuvimos durante mucho tiempo inflaciones de dos dígitos (incluso del 32%) y también maxidevaluaciones (incluso del 50%) y el país no colapsó.
Como tampoco tendrían que colapsar ni Argentina ni Venezuela. En ambos casos los indicadores de deuda externa son más bien manejables; Venezuela sigue teniendo abundantes reservas internacionales con las que podría resolver sus problemas de inflación y desabastecimiento. Las actuales dificultades económicas de ambos países se podrían resolver con ciertas medidas más o menos de texto y el mundo seguiría andando hasta el próximo ciclo electoral en el que, si fallan, los gobiernos recibirían su merecido castigo en las urnas. O de pronto no, porque al fin y al cabo en ambos casos hay sectores de la población que han visto en estos años mejoras económicas que antes les resultaban inimaginables. En condiciones normales, Argentina y Venezuela merecerían más o menos los mismos titulares de primera página que, digamos, México país que, dicho sea de paso, lleva varios años de estancamiento económico.
Pero no son condiciones normales. Son países con un sistema político incapaz de procesar diferencias de modo que no faltan incluso los que se deleitan pensando en golpes de Estado. Un mal decreto económico se puede echar atrás. Lo que no se puede es gobernar cuando se han roto totalmente las bases mínimas del consenso político. Y ese es precisamente el drama de Venezuela y en menor medida, más manejable, de Argentina. Un drama que va más allá de los dos gobernantes en cuestión y que suele terminar muy mal.
Así lo enseña un somero conocimiento de la historia argentina. En estos días toda publicación respetable, comenzando, como es obvio, por The Economist, insiste en culpar de todos los males de Argentina al populismo del General Perón. No hay duda de que Perón cometió varios errores de política. Pero después de que terminó su apogeo, por allá en el año 1955, Argentina fue gobernada durante 18 años por gobiernos antiperonistas. Luego el general volvió pero solo por tres años y murió en forma más bien anticlimática. Si las cosas fueran tan fáciles como reemplazar a un tirano populista por gobernantes ilustrados, ¿por qué estos gobiernos no pudieron revertir el declive del país? Hay muchas razones, pero hay una de bulto. Con Perón en el exilio y la proscripción de su partido, el partido político más grande de Argentina, pasó lo obvio: el país se volvió ingobernable.
Lo típico de una democracia, como decía el recientemente fallecido Robert Dahl, es que ninguna derrota es definitiva; los perdedores siempre tienen la posibilidad de reagruparse, aprender lecciones y volver a presentarse en unos años. La Venezuela de hoy no es así. Como en Argentina tras la caída de Perón, los seguidores de Chávez están seguros, porque así lo indican los hechos, de que cuando pierda el Partido Socialista lo que les espera es el ninguneo, la retaliación, incluso la represión. En buena medida ese clima contribuye a la falta de criterios técnicos, a los gestos autoritarios e incluso a la corrupción que tanto han abundado en la Administración Maduro. Es muy difícil tomar medidas económicas racionales en medio de una permanente amenaza de fuga de capitales y cuando cualquier efecto adverso, que inevitablemente los habría, termina en una batalla campal en las calles.
La política cambiaria de Venezuela está haciendo agua con un tipo de cambio que no permite producir sino petróleo y un sistema de controles que, aparte de ineficiente, más parece un colador. Incluso economistas afectos al gobierno entienden que llegó la hora de sincerar el tipo de cambio y liberalizar un poco los flujos de divisas. En un país normal estas cosas se arreglan con diálogo: el gobierno propone sus medidas, los sectores económicos y los partidos de oposición opinan, se liman asperezas, se buscan puntos intermedios, se firman los compromisos necesarios para capear el temporal, se aplican el paquete y ya. Hasta la próxima elección. En Venezuela no porque hace rato se entró en una situación en la que nadie reconoce la legitimidad el otro y en la que cada bando está convencido de que tras la próxima derrota los van a borrar del mapa.
En Argentina, buena parte de las dificultades políticas que ha enfrentado Cristina Fernández vienen del clima tóxico que se generó a raíz de su intento por gravar las exportaciones de soya. Aquello fracturó el sistema político y, como era de esperarse, le granjeó a CFK el odio eterno de los sesudos comentaristas de siempre que la acusaron de populista, socialista e incluso (¡peor aún!) de ser mujer. Si era o no un buen paquete económico es tema de discusión. Pero se trataba de un libreto conocido. En esencia, la idea de darle a los exportadores con una mano (devaluación) para quitarles con otra (retenciones) era la misma que aplicó a finales de los 60s Krieger Vasena, el Ministro de Finanzas de la dictadura militar derechista (y antiperonista furibunda) de Onganía con el beneplácito del Banco Mundial. ¡Bolchevismo puro! Después, con razón o sin ella, con improvisaciones pero con apoyo de todo el espectro ideológico, el gobierno nacionalizó Repsol-YPF y lo que debió haber sido una simple transacción comercial en la que se deciden los términos bien sea en corte o en mediación, se convirtió en un linchamiento mediático donde todos clamaban por sanciones ejemplares contra el país que había tenido la osadía de usar el derecho que le asiste a cualquier país de decidir cómo explota sus recursos naturales.
La globalización, especialmente el libre movimiento de capitales, ha erosionado las bases para la creación de consensos. El problema no es que las políticas de estos gobernantes sean controversiales. Políticas controversiales hay en todas partes. En la Europa de la postguerra los gobiernos rutinariamente nacionalizaban sectores enteros de la economía, aumentaban sus niveles de gasto para expandir servicios sociales y forzaban a las empresas a negociar con los sindicatos y todo esto sin golpes de Estado, sin quiebres de legitimidad ni nada por el estilo. Pero América Latina siempre ha sido distinta y ahora que el capital tiene un mayor poder de amenaza lo que debería ser una controversia democrática se convierte en una espiral de deslegitimaciones recíprocas.
Todo texto de economía predica que los beneficios de la globalización son suficientes como para que quienes ganan compensen a quienes pierden. Pero en la práctica eso solo puede ocurrir con pactos sociales robustos e incluyentes. Esto encierra una lección para Colombia sobre todo ahora que se está negociando la paz. El riesgo de los acuerdos de La Habana no es que las reformas anunciadas funcionen mal. Eso se corrige con tiempo. El riesgo es que tengan éxito quienes usan la coyuntura para polarizar. Cada ciento cuarenta caracteres.
