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¿Post-Conflicto Pre-Moderno?

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Luis Fernando Medina
30 de septiembre de 2013 - 08:11 p. m.
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Si las conversaciones de La Habana llevan a la paz, será en buena medida fruto de una confluencia de anacronismos: un conflicto modelo 1960, en una economía modelo 1920, con una constitución modelo 1990. Al igual que en muchos otros países del Tercer Mundo, el problema del acceso a la tierra en Colombia generó conflictos rurales de baja intensidad, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial. Mientras se mantuviera una estructura agraria de grandes propiedades de baja productividad, el campo colombiano iba a seguir siendo escenario de un ciclo de despojos, desplazamientos y colonizaciones. Sin embargo, ahora Colombia está entrando, al igual que lo hizo en los años 20s, por la senda de la exportación de recursos naturales, con explotación intensiva en capital a cargo de grandes empresas, muchas de ellas multi-nacionales. De modo que, si todo sale bien, se pueden tramitar los conflictos distributivos agrarios en forma más civilizada. Algo va de Carranza a la Cargill. Pero quienes conocen la historia de los años 20s, no solo en Colombia sino en todo el Tercer Mundo, saben que aquella fórmula de enclaves intensivos en capital generadores de divisas produjo violencia, explotación e inestabilidad. De modo que la apuesta de ahora es que con una Constitución moderna, que proteja los derechos humanos y dé espacios para la inclusión política se vaya a poder evitar repetir aquel pasado. ¿Funcionará? Puede que sí. Pero hay que estar alertas.

Los enclaves exportadores son, por su esencia, espacios donde se generan enormes asimetrías de poder. De un lado, empresas dotadas de grandes capitales, alta tecnología y excelentes conexiones políticas, y del otro una población que, o bien pertenece a la periferia postergada o es mano de obra inmigrante con pocos derechos políticos. Por ejemplo, en estas mismas páginas hace poco Alfredo Molano recordaba los excesos de la explotación del caucho a comienzos del siglo XX, advirtiendo de paso que ese podría ser el futuro de la palma. Al fin y al cabo, el país que ha servido de ejemplo para Colombia en estos temas, Malasia, se caracteriza por grandes plantaciones cultivadas con mano de obra inmigrante que ni siquiera accede a la ya de por sí precaria legislación laboral del país. Si a esto le sumamos la larga tradición colombiana de violencia anti-sindical y el hecho de que el país va a quedar por años lleno de armas y excombatientes (de varios bandos), vemos que se están juntando en forma inquietante los ingredientes para serios conflictos sociales en torno a las nuevas exportaciones. 

Algunos de los países más avanzados del mundo, como Canadá, Noruega o Finlandia, han prosperado sobre la base de exportar recursos naturales (p.ej.: minería, maderas), todo ello en un contexto de igualdad económica y armonía social. Pero se trata de países que ya habían construido un Estado del bienestar sólido apuntalado por una larga tradición de sindicatos y partidos laboristas fuertes que pudieran participar en serias negociaciones obrero-patronales. Si de verdad Colombia va a persistir en la ruta de los recursos naturales, tendrá el reto político de construir instituciones redistributivas en un contexto político totalmente distinto.

La Constitución del 91 tiene elementos valiosos para tal fin. De hecho, buena parte del crecimiento del gasto social de los últimos veinte años ha sido producto de los consensos encarnados en ella, especialmente la protección de derechos sociales como el de la salud. Pero sin actores políticos dedicados a poner en práctica sus principios, una constitución termina siendo letra muerta. 

La izquierda colombiana, supuestamente la llamada a liderar la construcción de políticas redistributivas, es hoy en día eminentemente urbana, sin músculo político en las zonas periféricas donde se fraguarán los nuevos conflictos. Es posible que, si se firma la paz, emerjan a la luz nuevos movimientos sociales que corrijan ese sesgo. Sería la oportunidad para por fin tener una izquierda verdaderamente nacional en Colombia.

Pero más allá de los partidos y movimientos políticos, hay obstáculos de fondo. Aunque es muy probable que la paz resulte buen negocio, como parecen creerlo las élites empresariales que han apoyado el proceso, no es menos cierto que la paz también traerá costos. Ya está claro que se va a necesitar mucha inversión pública en las zonas rurales. Es probable que las cosas salgan bien y que dicha inversión aumente la productividad agrícola y ojalá que esos beneficios se repartan bien. Pero más inversión es menos consumo lo cual puede terminar recayendo sobre las clases medias y altas de las ciudades (que es donde está el grueso del consumo). Si algo dejó claro el paro agrario es que el dólar barato, que ha financiado el consumo conspicuo urbano e inflado los precios de la vivienda suntuaria, le está saliendo caro a muchos campesinos. De modo que para atender las demandas sociales que está acumulando el nuevo modelo económico tocaría afectar intereses políticamente poderosos. No sabemos casi nada sobre qué pasará en el 2014 pero una cosa sí parece cierta: cualquier presidente (hombre o mujer) lo pensará dos y hasta tres veces antes de meterle mano a este asunto.

La disyuntiva, entonces, está planteada: o se hace una verdadera paz, construyendo un Estado del bienestar sólido que de verdad distribuya las ganancias de las nuevas exportaciones, o se dejan sembradas las minas impersonales de un modelo acordonado de conflictos en el que simplemente cambiarán los rótulos de los actores. Para no hablar de que ni siquiera se ha podido firmar el acuerdo.

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