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Robinson es colombiano

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Luis Fernando Medina
20 de enero de 2015 - 02:00 a. m.
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Muchas de las críticas que ha recibido el artículo de James Robinson publicado en Diciembre bajo el título “¿Cómo modernizar a Colombia?” han hecho referencia de un modo u otro a su carácter de extranjero.

Nunca la consideré una línea de argumentación fecunda y ahora, leyendo su respuesta “Colombia: ¿Esta vez es diferente?” lo confirmo: independientemente de dónde haya nacido Robinson, su análisis ha asimilado valores eminentemente colombianos. De hecho, Robinson, tal vez sin proponérselo, es el más destacado exponente del lopismo. No me refiero ni a Alfonso López Pumarejo, ni a Alfonso López Michelsen, ni siquiera a Alejandro López sino a Andrés López, el comediante que en su obra “La pelota de letras” sintetizó la mentalidad nacional con dos palabras: “Deje así.”

La argumentación de Robinson acerca del problema agrario es un ejemplo muy sofisticado de esta forma de razonar. Como hasta ahora las reformas agrarias han fracasado, entonces es mejor ya olvidarnos del tema (“deje así”) y pasar a ocuparnos de otras cosas, como la educación. A diferencia de muchos de sus defensores, Robinson no dice que su propuesta sea la mejor. De hecho, él reconoce que con ciertos cambios en la estructura agraria se podría generar más equidad y aumentar la productividad del campo. Su sugerencia, según él mismo, es más bien un acto de realismo político: como los cambios agrarios son complicados porque son de “suma cero”, entonces mejor dejar que el campo se las arregle como pueda y que el gobierno concentre sus esfuerzos en donde, supuestamente, no va a haber oposición como es el caso de la educación.

Ya en una columna anterior me referí al error de la última parte del argumento: la inversión en educación, como ocurre en cualquier otro sector, tiene ganadores y perdedores. Aumentar la inversión en educación y mejorar su calidad genera resistencias. No genera, por supuesto, oposición abierta. Pero sí una resistencia pasiva tanto o más eficaz. Robinson ha dicho que la economía política colombiana se puede resumir, con algo de cinismo, como un juego en el que al campesinado se le promete para siempre una reforma agraria a fin de mantenerlo en el campo. La demografía del país, con tasas crecientes de urbanización, junto con el hecho de que hace ya varias décadas nadie habla seriamente de reforma agraria, sugiere otra versión cínica: un juego en el que al campesinado se le promete siempre una revolución educativa en las ciudades para inducirlo a que migre hacia allá y termine ofreciendo su mano de obra por sueldos de miseria. Si se trata de realismo político, como propone Robinson, llevamos décadas en las que todo gobierno insiste en que va a priorizar la educación y los resultados han sido bastante modestos. ¿De verdad esta vez va a ser diferente?

Puede que sí. Yo estoy optimista y creo que en los próximos años Colombia va a entrar en una nueva fase de su proceso político en la que habrá más espacio para opciones igualitarias y democráticas. Pero las razones que me llevan a creer que en materia de educación las cosas van a cambiar me llevan también a creer que en la cuestión agraria también va a haber cambios.

Comencemos por el principio. El programa agrario que está emergiendo de La Habana no es exactamente una reforma agraria sino más bien un conjunto de ideas que combinan distintas opciones dependiendo de la región. En algunas zonas posiblemente se crearán Zonas de Reserva Campesina, en otras no. En otras zonas la prioridad estará más bien en arreglar el desgreño de la titulación. En otras habrá inversión de origen agroindustrial. El resultado final dependerá de muchos factores, pero mal se puede hablar de un único programa de reforma agraria. Si las cosas salen bien, la reorganización del uso de la tierra puede aumentar la productividad de manera que, aunque toda política pública genera perdedores, habrá también suficientes ganadores como para aislar políticamente a quienes se opongan.

De hecho, buena parte de la voluntad que ha mostrado la Administración Santos en materia de paz se debe a que los sectores que más han defendido la vieja estructura de propiedad agraria han ido perdiendo peso político. La reorientación de la economía colombiana hacia los recursos naturales, un fenómeno que ha tenido varias consecuencias regresivas, ha tenido como resultado que el costo de oportunidad de la subexplotación del suelo ha aumentado, lo cual ha generado incentivos para la llegada de nuevos capitales que están desplazando a los antiguos intereses terratenientes. Esto no quiere decir que en adelante todo vaya a ser armonía y prosperidad. Se vienen nuevos conflictos. Pero si se consolida la paz, aquellos sectores vinculados a la tierra y al paramilitarismo van a perder buena parte del poder de veto que han venido ejerciendo.

Nada de esto está garantizado. En política no basta con invocar leyes de hierro sino que es necesario hacer las cosas. Por eso resulta un poco exasperante el “lopismo” de Robinson y su “deje así”. En este tipo de debates siempre el pesimista lleva las de ganar: se instala en una cómoda posición “realista” que no le requiere hacer nada y luego reta a sus adversarios a que le demuestren que está equivocado. En cambio, el campo de los optimistas tiene que pasar a la acción, una acción que entraña todo tipo de riesgos.

Dice Robinson que sus críticos deberían apoyar el proceso de paz a capa y espada. No entiendo por qué utilizó ese verbo: “deberían”. Hasta donde yo veo, sus críticos están, en efecto, defendiendo el proceso de paz y muchos de ellos han hecho importantes contribuciones a él. Desde esta modesta columna yo lo he hecho. Claro, no es suficiente y a quienes estamos en este bando nos hubiera gustado que Robinson se sumara. Pero parece que nos va a tocar dejar así.

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