Las protestas no solo incomodan, a menudo enormemente, a las sociedades donde se realizan, sino que significan también grandes costos y pérdidas para detentadores de poder y riqueza, y aún para la gente del común. El punto es que sin las protestas, rebeliones, levantamientos, revoluciones, luchas por derechos, las sociedades no cambiarían estructuras y prácticas desuetas o injustas. Por eso la ecuación puede resumirse diciendo que las protestas producen pérdidas ocasionales y ganancias estructurales, unas y otras muy difíciles de tasar. Así lo enseña la historia (René Sedillot, El costo de la Revolución Francesa, 1986).
Jorge Restrepo, profesor de economía y director del Cerac en la Universidad Javeriana, corrobora y amplía este criterio general: “El paro, la protesta, tiene un costo ínfimo, pero un valor político enorme. El ejercicio del derecho fundamental a reunirse, a manifestar el descontento, sí bloquea vías, demora el transporte, desvía tiempo de usos productivos y del ocio, y, por tanto, cuesta. Pero la movilización ciudadana es productiva: empuja reformas, demanda cambios y resquebraja la posición dominante de muchos grupos de interés. Sin protesta ciudadana, la democracia y el sistema económico estaría a merced de intereses casi sin control (noviembre 2019)”.
En realidad las protestas son originadas como un esfuerzo multitudinario por revertir procesos de pérdida continuados y profundos por parte de mayorías populares como los que se derivan de los modelos económicos neoliberales y extractivistas, globalizados, que impiden el cumplimiento de los fines sociales del Estado concentrando la riqueza y expandiendo la pobreza entre inmensas capas de población, en todos los países, norte y sur, e induciendo gravísimos efectos de depredación de la naturaleza como el cambio climático. De tales procesos son especialmente víctimas los jóvenes, las mujeres, las comunidades étnicas y la población de territorios apartados.
Economistas como el Profesor Darío Indalecio Restrepo Botero de la Universidad Nacional distinguen entre inequidad vertical e inequidad horizontal. “La llamada inequidad vertical significa que la nación recoge los mayores ingresos y ejecuta los mayores gastos, sin embargo dicha ejecución se realiza a partir de las prioridades del centralismo político y económico, por lo que son los territorios con mayor cercanía al centralismo, quienes concentran los recursos y programas públicos”.
“La inequidad horizontal consiste en que unos departamentos y municipios tienen suficientes recursos propios y de transferencias para cubrir la financiación de las dotaciones básicas de política social y servicios públicos, mientras otros muchos no. El sistema de transferencias no compensa la inequidad generada por el mercado, sino que la profundiza al concentrar territorialmente más recursos donde ya los hay en mayor cuantía” (diciembre 2020).
Imposible dejar de pensar al leer esas certeras líneas en ciudades como Quibdó, Buenaventura y Tumaco y en regiones como Guajira, Chocó, Catatumbo, Urabá, Bajo Cauca, todo el suroccidente, la Orinoquía y Amazonía colombianas, a lo cual se suman las barriadas periféricas de grandes y medianas ciudades. A ello se agrega la respuesta de muerte y masacre a que está sometido el tejido social, la corrupción y cultura mafiosa que carcome presupuestos e instituciones, inclusive aquellos destinados a refrigerios escolares, reparación de víctimas o atención a regiones que fueron asiento principal del conflicto armado interno.
La protesta social no es una ocurrencia antojadiza de líderes, lideresas y movimientos sociales, es expresión de la “justa rabia” (joven de Cali) por situaciones aberrantes de deterioro social que no son tramitadas por el sistema político ni por las vías del diálogo empático cuando se presentan los pliegos de reivindicaciones y planes de vida y desarrollo. Es el costo de la negación al diálogo.
Sin embargo una sociedad no reconoce los beneficios de que son portadoras las protestas sino al momento en que disfruta de ellos, como ocurre con todos los derechos que figuran hoy en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y que, para el caso de Colombia, prácticamente en su integridad están enunciados, incluido el derecho a la protesta misma, en la parte principista de la Constitución de 1991. A la lucha por el reconocimiento sigue la lucha por el cumplimiento.
Tales derechos son cada uno fruto de arduas luchas adelantadas durante décadas a través de movimientos y debates que progresivamente van cambiando el sentido común, de tal manera que aquello que en el principio era bueno solo para una minoría visionaria y audaz termina siendo reconocido e institucionalizado como bueno por la mayoría, o por toda la sociedad. Mencionar solo dos ejemplos: las ocho horas de trabajo y el voto universal. ¡Cuánto costaron estas dos elementales conquistas!
Es en el contexto de grave lesión social sistémica donde hay que ubicar la discusión sobre las pérdidas y ganancias de las protestas sociales. Quien primero ha perdido es el pueblo, por eso protagoniza acciones disruptivas que abren los ojos, sensibilizan conciencias y visualizan soluciones. El paro nacional que ha tenido lugar durante mes y medio en el país es un “acontecimiento político cultural orientado programáticamente” (G. Arcila) que deja el legado de una agenda social ineludible cuando se avecina el debate de cambio parlamentario y relevo presidencial.