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Escribo esto mientras espero: el cuerpo liviano, recién salido del agua, y el celular en la mano. Llovía por la mañana en Bogotá, ahora no, y estoy al aire libre. Mientras espero, hago lo que últimamente resulta natural: bajar por miles de publicaciones en Twitter hasta que me encuentro una: “El tiempo regalado, un ensayo sobre la espera” de Andrea Köhler. La traducción en español empieza así: Esperar es una lata. Y, sin embargo, es lo único que nos hace experimentar el roer del tiempo y sus promesas. Hay infinitas formas de demora: la que llega con el amor, la visita al médico, la espera en el andén o en el atasco.
En un punto, Köhler llega inevitablemente al tema del amor –el amor romántico, como diría la gente de mi generación–, y para hablar de él, cita a Barthes: La fatal identidad del que ama no es otra cosa que ese «yo soy el que espera». (...) ¿Estoy enamorado? Sí, porque espero. Él, el Otro, no espera nunca. A veces quiero jugar a ser el que no espera; intento ocuparme en otras cosas, llegar tarde; pero en ese juego siempre pierdo, haga lo que haga, me encuentro ocioso, llego puntual, o incluso demasiado pronto.
Pienso en todas las veces que he esperado. No han sido muchas, lamentablemente, y pienso también en que cuando creía que esperaba a alguien más –a ella–, en realidad me estaba esperando a mí. Ella era una ilusión: como antes, como ahora.
Toda la vida me entrené para ser quien hace esperar, excusarme en un imprevisto, un accidente, en el tráfico. Sin embargo, aquí estoy. No la espero en el acto —en un bar, un restaurante—, pero sí quieta en mí misma.
Espero con el cuerpo; esperar es un acto del cuerpo.
Por ser demasiado consciente de él, debo ocuparlo. Vestirlo de mil figuras, someterlo a horas de ejercicio, perfumarlo, darle comida y mandarlo a dormir. Pero siempre el clima, siempre el tiempo, siempre la luz: todos me recuerdan que los días pasan mientras lo que no pasa para mí es la espera.
Suelo culpar a mi edad por mi impaciencia, como también culpo a mi obsesión por la literatura de mi paciencia. A veces quisiera enojarme: deshabitar a mi cuerpo de la espera, sentarme en ella o arrancarla de mi pecho. Y en medio de ese enojo, de esa cuerda que se tensa de un lado a otro, me pregunto:
¿Será que la condena del amor es el presente, saberse aquí, ahora, y que los momentos con el ser amado —con ella–, parezcan insuficientes, siempre situados en el pasado?
¿Alguna vez será suficiente?
Siempre tengo suficiente de mí misma y nunca tengo suficiente de ella.
¿La condena será, acaso, saberse separada del resto, de todo menos de mí; ser consciente de que no puedo escapar de mí misma, que no puedo dividirme y ser dos: ella y yo?
¿Por qué es que dos personas no pueden esperarse?
¿Siempre tiene que haber una que espera y otra que hace esperar?
La espera como una herida, una puerta abierta: un cuerpo extendido sobre el agua sin poder apuntar a lo que duele, a lo que ahoga, y que, sin embargo, ahí está. ¿Se puede renunciar a la espera? Köhler dice: la espera desencadena una dinámica que penetra hasta lo más profundo de la existencia. Evoca la despedida, una despedida que ya hemos vivido y viviremos.
Pero llega el momento brillante, una flor que se expande en el pecho. Los recuerdos del amor, que es un delirio, y la aceptación de la espera porque es una promesa. Ingenuidad o maravilla, no sé. Lo que sí sé es que odio la espera y también la amo. Por ahora, una certeza: escribo esto mientras espero.
