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Bogotá puede ser muchas cosas a la vez: un huracán de pendientes, un escenario de encuentros, un mapa emocional lleno de rutas que cambian según la hora, el clima o el ánimo. Pero, de vez en cuando, la ciudad también nos regala pequeños oasis donde el tiempo se calma y la vida se acomoda distinto. Son espacios que devuelven la respiración profunda, esa que uno olvida en medio del ruido y el tráfico.
Hoy quiero hablar de dos de esos refugios: HAB Hotel y el Sofitel Bogotá Victoria Regia, dos formas, amorosas e impecables, de recordarnos que la hospitalidad también es un acto de cuidado.
El primero de ellos, HAB Hotel, es un lugar hecho para bajar revoluciones. En medio de la ciudad, su arquitectura y atmósfera dan la sensación de llegar a casa después de un viaje, incluso si uno solo ha manejado diez cuadras. Allí, cada detalle invita al descanso, a volver a sentir el cuerpo sin afán. Pero lo que realmente convierte este hotel en un oasis es su cocina: una propuesta del chef Felipe González (@felipeganzalezz) que sabe a campo, a huerta fresca, a hoguera y a recetas que no necesitan ruido para brillar.
En HAB Hotel (@hab.cafe) se cocina con memoria y con un respeto profundo por el producto. No hay pretensiones: hay técnica, sensibilidad y detalles que se sienten en cada plato. Es una carta que abraza, que reconcilia, que recuerda que comer también es un acto de cariño. En un año que se nos escapó entre carreras y sobresaltos, terminarlo allí es una oportunidad de regalarse una pausa bien merecida, en medio de una experiencia de paz antes de cerrar el calendario.
Del otro lado, en pleno corazón hotelero de la ciudad, está la elegancia del Sofitel Bogotá Victoria Regia, parte de esa hotelería impecable que comparte espíritu con cadenas como Four Seasons: obsesión por el detalle, habitaciones donde nada sobra, servicio que parece anticiparse a lo que uno aún no ha pedido. Pero lo que hace especial a este Sofitel es que, detrás de su cocina, hay un colombiano capaz de tejer dos mundos sin perder la esencia de ninguno: Néstor Mesa (@chefnestortable).
Hablar de Néstor es hablar de equilibrio. Su propuesta une la sofisticación francesa con la diversidad de los productos colombianos. En sus manos, el cubio, ese tubérculo tímido que muchos no saben usar (y otros tantos ni saben que existe), se vuelve delicado y sorprendente. Y lo mismo ocurre con cada ingrediente que toca: lo respeta, lo escucha, lo eleva. Su cocina recuerda que Colombia no necesita disfrazarse para brillar; solo necesita a alguien que la mire con orgullo y la interprete con sensibilidad.
Mientras uno camina entre las mesas de Basilic (@basilicrestaurante), siente que allí se entiende algo esencial: que comer no es un trámite, sino una experiencia que involucra memoria y alegría. Aquí cada plato cuenta una historia, logrando que cada sabor sea una conversación entre Francia y Colombia, entre tradición y modernidad, entre técnica y emoción.
Lo maravilloso es que ambos espacios construyen una Bogotá en la que todos cabemos: la del descanso y la celebración, la de la elegancia y la calidez, la del campo que se cuela en la ciudad y la metrópoli que abraza sus raíces. Son escenarios que, sin competir, se complementan para recordarnos que la hotelería es más que un lugar para dormir: es un universo de experiencias que invita a sentirse cuidado.
En un año que nos exigió tanto, estos dos hoteles nos ofrecen algo escaso: tiempo para nosotros mismos. Un cierre suave, en experiencias auténticas, de cocina pensada, de manos colombianas que elevan cada detalle. Bogotá, al final, no solo es una ciudad: también es la suma de estos refugios donde celebramos que seguimos aquí, juntos, con apetito de vida y ganas de disfrutar lo que nos espera.
Último hervor: “La paz sin justicia no es paz”: Jørgen Watne Frydnes. Oír el discurso del presidente de la Fundación del Nobel de Paz, reconociendo la labor de la nobel venezolana María Corina Machado, me llevó de la emoción a la frontera del vómito y la descomposición. ¡Demoledor! Escuchar nuevamente las torturas, los nombres y los mecanismos sistemáticos de desaparición me devolvió a esas clases de historia donde nos repetían que nunca más habría un holocausto ni una maquinaria de muerte en nombre del poder. Fallamos: como personas, como países, como sociedad. Ojalá no solo el discurso, sino también las imágenes y la censura a los medios nos despierten de lo que estamos permitiendo.
