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“Es necesario, pues, encontrar la manera de que todos puedan beneficiarse de los frutos de la tierra”.
Desde que la oí, esa frase del papa Francisco se quedó en mi cabeza, como esos sabores desconocidos que insisten en quedarse en el paladar. No es solo una declaración bonita o un mensaje para los discursos. Tampoco es un recuerdo triste ante su fallecimiento. Es, más bien, una advertencia, un llamado urgente a cambiar la manera en que entendemos algo tan básico como comer. En mi caso, creo que es el legado más importante que me pudo dejar.
Comer, aunque parezca simple, se ha vuelto un privilegio en este mundo convulsionado. Un lujo que millones de personas no se pueden dar todos los días. Mientras algunas mesas rebosan de comida que terminará en la basura, otras no tienen ni siquiera un pan para empezar el día. En ese contraste tan violento, se nos olvida que la comida, como la tierra, no fue pensada para unos pocos, sino para que todos pudiéramos acceder a un mínimo vital.
El papa lo dijo con claridad y sin adornos: el desperdicio de alimentos es una ofensa, no solo contra el que no tiene qué comer, sino contra el planeta, contra quienes cultivan y contra la dignidad de todos. ¿Cómo podemos considerar normal que los supermercados boten frutas por estar “maduras de más, o golpeadas”, o que los restaurantes tiren toneladas de comida por políticas de frescura y calidad?
En Colombia no es distinto. Nuestro país, rico en tierra fértil, biodiversidad y saberes ancestrales, convive con cifras alarmantes de hambre y desnutrición. En demasiadas regiones hay niños que mueren por falta de acceso a comida, mientras en las grandes ciudades los desperdicios podrían alimentar barrios enteros. ¿Cómo explicamos eso a las abuelas que nos enseñaron a hacer sopas con cáscaras, relleno para arepas con sobras y dulces con frutas pasadas? ¿Cómo pensamos en el cartel de la coca no como recicle, sino como posibilidad de compartir en una esquina?
Como Madame Papita, como mujer, como caminante de Bogotá, este tema me impacta, porque crecí viendo cómo la comida se respetaba. Se honraba. Mis tías daban gracias al servirla, y bien rellenitas si eran, porque no botaban nada. Mis abuelas cocinaban con lo que había, sin desperdiciar, y mil veces tocó el famoso “arroz sorpresa”, con todo lo que se iba a dañar. El acto de compartir un almuerzo era, en sí mismo, un ritual de afecto y generosidad. Todo se aprovechaba. Hoy, la prisa, el consumo sin conciencia y la estética de Instagram nos volvió ciegos al origen y al destino de lo que comemos.
El papa Francisco proponía una “conversión alimentaria”, no en un sentido moralista, sino como una transformación necesaria. Cambiar el “yo tengo” por el “yo comparto”. Y eso, aunque suene abstracto, empieza en lo pequeño: comprar lo que vamos a usar, preferir productos locales, apoyar al campesino, aprovechar lo que normalmente se desecha y, sobre todo, agradecer lo que llega a la mesa.
Es hora de revisar nuestras políticas, nuestros mercados, nuestros hábitos urbanos. No podemos seguir permitiendo que lo rentable esté por encima de lo justo, o que la estética pese más que el valor nutricional. Los campesinos no deben vender sus cosechas por menos de lo que cuesta transportarlas. Como decía Francisco, el alimento no puede ser tratado como mercancía cualquiera. Es símbolo de vida. Es un derecho.
Lo digo con el corazón: cocinar es un acto de amor, pero también puede serlo de justicia. Alimentar al otro es, quizás, la forma más concreta de mostrar que nos importa, que entendemos que la comida no se acumula: se comparte.
Esta columna los invita a volver a lo esencial, para recordar que comer es más que nutrirse: es un vínculo con la tierra, con nuestras raíces, con los otros. No hay gastronomía que valga si no empieza desde la empatía, desde la conciencia, desde la responsabilidad de no mirar hacia otro lado. Tal vez no podamos cambiar el mundo en una sola comida, pero sí podemos cambiar la manera en la que cocinamos, compramos, comemos y agradecemos.
Último hervor: No hay derecho de que sigamos viviendo en el pánico del encierro o las supuestas plagas. Y ni hablemos de las mentiras forzadas sobre vacunas, medicamentos y enfermedades. Necesitamos leer, informarnos y no parecer borregos. Muchos no han padecido una enfermedad prevenible, no han visto morir a quienes aman por una enfermedad desconocida o no han tenido un ser amado apagándose por la falta de una pastilla. Afortunados por tener la posibilidad de hablar basura. Solo les recuerdo que las grandes guerras y el fanatismo empezaron por discursos falsos y de odio.
