En los últimos años se ha instalado la costumbre de creer que todo lo que ocurre en la vida sucede en las pantallas. Conversaciones, reconocimientos, abrazos, y hasta los desacuerdos parecen trasladarse al frío de un timeline infinito, gobernado por algoritmos incapaces de comprender contextos o afectos. Sin embargo, al caminar por una plaza de mercado, sentarse en la mesa de un restaurante de barrio o escuchar una historia de viva voz, se revela que la comunidad no se construye con likes, sino con miradas, palabras y silencios compartidos.
Las comunidades auténticas nacen del encuentro cara a cara, de espacios donde prevalecen la escucha, el reconocimiento y la confianza. Estas no requieren de engagement, porque su vínculo se sostiene en lo básico: en el paladar, en las sensaciones y, de manera evidente, en el corazón. Un mesero que aprende el nombre de un cliente, una cocinera que conserva la receta de su abuela para transmitirla, o la vecina que guarda un bocado de ese plato que encanta, son gestos sencillos que tejen una red invisible pero resistente, capaz de sostener incluso en tiempos de incertidumbre.
En contraste, los fantasmas digitales venden la ilusión de influencia. Se presentan como voces autorizadas, cobran por visibilidad y prometen impacto. Pero, en lugar de acercar, separan; en lugar de aclarar, confunden. Donde debería encontrarse información verificada, surge la desinformación; donde se esperaría encuentro, aparecen divisiones; y donde podría haber reconocimiento mutuo, crece el juicio vacío y la crítica destructiva.
Estos fantasmas adquieren poder al apelar a la necesidad de pertenencia, aunque lo hacen de manera tramposa: convierten comentarios malintencionados en opiniones legítimas, disfrazan ataques de ironía como ejercicios de humor, y otorgan más peso a un “post” viral que a la palabra respetuosa de alguien presente. Poco a poco, lo esencial se diluye: la conversación que construye, la información que ilumina y el vínculo que sostiene. Surge así una sociedad invisible que erosiona y destruye.
La gastronomía ilustra con claridad esa tensión. Un restaurante puede acumular miles de seguidores en redes sociales, pero sí no logra despertar afecto en su comunidad cercana, no genera confianza en su equipo ni establece un diálogo real con sus clientes, difícilmente sobrevive. Por el contrario, un pequeño comedor de barrio, sin campañas digitales, puede convertirse en el corazón de un vecindario porque allí se come con afecto, se conversa con calma y se respira comunidad. De hecho, muchos de los grandes restaurantes de la historia nacieron en casas de barrio, con recetas heredadas. Muchos, incluso, empezaron en la esquina con un fogón improvisado.
Esa es la diferencia entre servir para alimentar o alimentar únicamente el ego; entre generar comunidad o engordar fantasmas. Porque la comida no es solo un conjunto de calorías o de recetas bien ejecutadas: es un lenguaje que permite reconocerse, comprenderse y reconciliarse. Cuando alguien se sienta a la mesa y comparte su historia, crea un relato que ningún algoritmo puede derribar.
De ahí la urgencia de recuperar los espacios de encuentro real. Apoyar a quienes usan la palabra para construir y no para destruir. Respaldar proyectos que crean comunidad en lugar de vaciarse en cifras digitales sin sentido. Y, sobre todo, aprender a distinguir entre la información que fomenta el crecimiento y aquella que solo busca sembrar miedo y odio.
Lo digital no debe ser negado: sería una herejía. También puede convertirse en herramienta poderosa, siempre y cuando se reconozcan sus límites y no se le permita reemplazar lo esencial: la presencia humana. Un comentario en redes puede abrir la puerta a una conversación, pero nunca sustituirla. Una foto puede inspirar, pero no reemplaza la experiencia de probar un plato, escuchar una historia y abrazar a quien la cuenta.
La tarea es clara: resistirse a los fantasmas que cobran caro y ofrecen vacío, y seguir apostando por la construcción de comunidades vivas, de carne y hueso, donde las diferencias se solucionan con respeto, donde la información se valida y donde el reconocimiento mutuo recuerda que la humanidad persiste.
Hablar bien de un restaurante, café, mercado o cultivo no debería reducirse a un juicio transaccional. Un buen comentario, una crítica constructiva o incluso un trueque son formas sencillas de apoyar a los emprendedores locales. La invitación no es a criticar por criticar ni a satanizar sin razón, sino a desarmar el corazón, abandonar los fantasmas interiores y construir, de nuevo, comunidad.
Último hervor: Siguiendo con espacios que invitan al encuentro real, imposible no hablar de la clasificación de la Selección Colombia al Mundial. Muchos ya hacen planes para ir a Estados Unidos, México o Canadá, y que bueno que sea así, pues es una experiencia única, donde realmente se junta el mundo. Una oportunidad para conocer culturas, sabores y hacer fuerza para llegar lo más lejos posible.