Colombia volvió a estremecerse. En un segundo revivimos los más horrorosos recuerdos de hace 35 años. Y no fue el terremoto que sacudió medio país, que terminó convertido en burlas en redes por las fotos que se compartieron, olvidando completamente a los damnificados. Tampoco por otro escándalo político, de los que ya ni sorprenden, sino por un atentado contra la vida de un precandidato presidencial. Las imágenes recorrieron las redes como fuego: el estruendo, el desconcierto, la sangre. Imágenes sin respeto, que llevaron a desinformar con las teorías y discursos de odio propios de estos medios. Mientras algunos se dedican a hacer hipótesis y esparcir el sinsentido, lo cierto es que el país está enfermo. ¡Gravemente enfermo!
Esta enfermedad, que todos conocemos, se llama violencia. No solo la que se dispara con armas, sino que pasa por esa otra realidad que se cuela entre la indiferencia, el desprecio y las agresiones digitales: el irrespeto al otro, en cualquiera de sus dimensiones, causal, incluso, de que normalicemos cualquier tipo de violencia que podamos ejercer. Me refiero también a esa violencia del “usted no sabe quién soy yo”, al tono altanero para tratar al mesero que se demora, al cocinero al que le devuelven el plato sin mirarlo a los ojos, al proveedor que no recibe pago ni explicación.
Es esa forma de desprecio disfrazada de exigencia que normalizamos en restaurantes, oficinas, reuniones familiares o redes, como si el tener el poder de pedir algo nos diera también el derecho de descalificar y, muchas veces, humillar a quien hace su trabajo. Colombia es hoy un país donde los que más aportan al bienestar cotidiano, los que siembran, cocinan, lavan, sirven, cuidan: los que realmente le ponen el corazón a su trabajo, son los más ignorados y, en muchos casos, maltratados. Lo vemos a diario: comensales que suben el tono porque su café llegó tibio, jefes que tratan a los empleados como si les estuvieran haciendo un favor. ¿Qué hacemos el resto? Nos reímos, miramos el celular, bajamos la cabeza. Nos volvimos permisivos. Cómplices del cinismo.
Cinismo, palabra que, aunque fuerte, se queda corta, porque no es solo desprecio, sino el descaro con que se invalidan los problemas ajenos. Está quien se burla del emprendedor que cierra su proyecto por la economía, haciendo las cosas bien al no darle la coima al que la exige; el que minimiza el dolor de una madre que no puede alimentar a sus hijos en medio de la tragedia que deja el terremoto; el que se indigna más por un meme que por la vida humana. Eso también es violencia.
Tal vez por eso llevamos todo, incluso los atentados, al terreno de las teorías del absurdo, los discursos deshilados y muestras de barbarie propias de esta enfermedad. Nos acostumbramos a ver al otro como un obstáculo, no como un prójimo. Dejamos de respetar incluso al que nos da de comer, nos cuida y nos comparte su trabajo. ¿Vieron cómo quedó Paratebueno el domingo, después del temblor? Vi un alcalde que pedía poner en el radar la tragedia de una comunidad campesina que lo perdió todo en unos pocos segundos. No vi campañas masivas en redes, ni oí a nadie liderando la consecución de carpas, cobijas o comida. Nada, simplemente paso a ser una estadística más de un fenómeno natural.
En un país donde muchos aún comen gracias a la solidaridad la olla comunitaria o por la entrega silenciosa de miles de trabajadores del campo, despreciar al que sirve es otra forma de perder la humanidad. Perdemos de vista no solo a nuestros campesinos, sino que normalizamos obviar a nuestros emprendedores, a quienes nos apoyan en diferentes servicios y hasta a quienes nos representan.
¿Qué tiene que ver esto con lo ocurrido esta semana? Todo, porque la violencia no empieza con una bala: empieza con una mirada altiva, una burla, un silencio cómplice o un mensaje mentiroso. Si no somos capaces de defender el respeto en lo cotidiano, en la cocina o en la calle, ¿cómo vamos a defender la vida cuando esté realmente en riesgo? ¿Cómo se custodia la zozobra?
Hay que volver a lo básico: saludar, agradecer, respetar, mirar a los ojos al que sirve. Reconocer la dignidad en cada oficio y no permitir que el cinismo sea el lenguaje común de Colombia. Si no somos capaces de respetar al que nos da el almuerzo, mucho menos vamos a respetar la democracia, la vida o la esperanza de vivir en paz.
Último hervor: Al cierre de esta columna seguía esperando un milagro para la familia Turbay Tarazona. Mi abuela decía: Colombia es el país del Sagrado Corazón, donde lo absurdo parece real y lo imposible se hace posible. Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío.