Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En Colombia, la tienda es mucho más que un simple negocio: son los lugares donde se tejen historias, se construye confianza y se educan generaciones. Decir “voy a la tienda” es más que una frase cotidiana: es invocar ese lugar que ha acompañado la vida de generaciones enteras. La tienda de barrio hace rato dejó de ser el negocio donde se compra lo necesario, para convertirse en un lugar de encuentro donde se cruzan las historias, la confianza se mide en fiados y la vida se sostiene en pequeños gestos de solidaridad.
De ahí que el tendero sea vecino, consejero, confidente y, a veces, maestro de la paciencia. En su mostrador se han formado amistades, se han tejido romances y se han contado los chismes más sabrosos de la cuadra. Él conoce a los niños por sus nombres, y les regala dulces o los recibe cuando llegan corriendo a chismosear el partido de la Champions que se juega al bajarse del bus del colegio; sabe quién atraviesa un momento difícil, a quién se le puede fiar y quién siempre devuelve lo prestado. Esa confianza, intangible pero sólida, es un patrimonio social que no aparece en balances económicos, pero que sostiene la vida de nuestros barrios.
Muchos recordamos que en la tienda aprendimos las primeras lecciones de economía. Allí, con unas monedas en la mano sudorosa, descubrimos cuánto costaba un chicle, cómo se calculaban las vueltas, pequeñas para los papás, pero inmensas para uno; qué significaba ahorrar para una chocolatina, y lo importante que era pedir las cosas con respeto. El tendero, con paciencia infinita, enseñaba a esperar nuestro turno, a hablar en voz clara y a entender que la palabra dada tenía valor. En esos pequeños actos se escondía una escuela de vida que formaba ciudadanos. Para otros, la tienda fue su primera oportunidad laboral: ayudar a pesar el arroz, acomodar las estanterías o llevar un domicilio eran tareas sencillas que despertaban en muchos la chispa del emprendimiento.
La tienda también es guardiana de tradiciones que se resisten a desaparecer. Allí todavía se vende la panela partida en cuadros, el maíz pelao para la mazamorra, galletas surtidas por unidad, y gaseosas en botella retornable, que se entregan con la promesa de volver. Es un inventario de sabores y recuerdos que conecta con la infancia. El tendero sabe quién busca el pan más dorado, quién come chocorramo cada tarde, a qué hora llegan los jóvenes por las gaseosas después del partido y qué cliente prefiere el tinto cargado. Esa memoria cotidiana convierte a la tienda en un archivo vivo del barrio.
Desafortunadamente, los tiempos cambian. Los tenderos enfrentan hoy desafíos enormes: las grandes cadenas con sus promociones agresivas; las tiendas de conveniencia abiertas hasta la madrugada, y hasta las plataformas digitales, que prometen llevar todo a casa en cuestión de minutos. Ellos son conscientes de este reto, y están adaptándose a las nuevas dinámicas aprendiendo de administración, incorporando tecnología y explorando el mercadeo digital.
En medio de eso, la tienda de barrio resiste porque ofrece algo que ninguna aplicación puede entregar: la cercanía humana. El tendero no solo despacha productos; escucha, aconseja, se solidariza. En un país donde tantas veces las instituciones parecen lejanas, la tienda es la oficina más cercana de confianza y compañía.
Gracias a esa red de apoyo silenciosa, los tenderos sostienen familias y ayudan a que barrios completos se levanten, incluso en medio de crisis y dificultades. Apoyar al tendero no es un acto de nostalgia romántica; es invertir en el tejido social. Cada compra en la tienda es un aporte directo a la economía local, a la educación de los hijos de ese tendero, a la dignidad de una familia que trabaja desde la madrugada para surtir los estantes. Cuando elegimos la tienda, elegimos una manera de relacionarnos con los otros, más humana, más cercana, menos fría que la del despersonalizado mundo digital que se nos impone.
La tienda de barrio es, en realidad, un gigante invisible que ha marcado nuestras vidas. Allí aprendimos que la vida en comunidad se cocina con paciencia, solidaridad y confianza. La próxima vez que crucemos la calle para comprar un paquete de sal o una gaseosa fría, recordemos que no estamos entrando a un simple local: estamos entrando al corazón del barrio.
Último hervor: No hay palabras para describir la zozobra y el dolor de patria que sentimos al seguir viendo las cifras de militares y policías secuestrados o muertos en combates. El que no esté repasando la historia que vivimos hace unas décadas, le falta corazón y mucho sentido de pertenencia. Esto no es de partidos, es una guerra que nuevamente se ha prendido cual polvorín. No seamos bomberos pirómanos ignorando lo que está sucediendo.
