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De niña, como muchos, soñaba con vivir en el mundo de Los Supersónicos. Ese futuro caricaturesco donde las casas flotaban en el aire, los carros volaban, la comida llegaba con solo apretar un botón, y Robotina era un acompañante amoroso. No hacía falta cocinar, ni esperar, ni salir corriendo del trabajo: todo se resolvía de manera inmediata. Era la promesa de un futuro cómodo y tecnológico donde el tiempo, ese bien escaso en la actualidad, parecía dejar de ser un problema.
Hoy, décadas después de que esos dibujos marcaran la imaginación de toda una generación, podemos decir que algo de ese futuro llegó. Con un par de toques en el celular pedimos sancocho del restaurante del barrio, sushi de autor o postre elaborado a kilómetros de distancia. En minutos, alguien toca el timbre y nos entrega lo que hace años parecía ciencia ficción. El sueño de la inmediatez se cumplió, pero, como todo anhelo que se materializa, llegó cargado de complejidades, desigualdades y preguntas incómodas.
Las plataformas de domicilios, convertidas en titanes globales y locales, han sofisticado un modelo de negocio que funciona en tres frentes: atraer al usuario con descuentos imposibles de resistir, cobrar comisiones cada vez más altas a los restaurantes, y monetizar cada minuto de los repartidores que luchan contra el tráfico para cumplir tiempos. Lo que parece una transacción simple, pido, pago, recibo; es en realidad un complejo engranaje, donde las piezas no siempre ganan lo mismo.
Como comensales, la ecuación parece clara: comodidad a cambio de unos pesos más. Pero... ¿qué sucede al otro lado de la pantalla? Para muchos restaurantes, estas plataformas son un impuesto encubierto. Las comisiones llegan a ser tan altas, que el margen de ganancia se desvanece en nombre de la visibilidad. El sueño de vender más se convierte en la angustia de producir para otro. Y para los repartidores, la realidad tampoco es sencilla: cada domicilio es un desafío a muerte no solo por la velocidad que se les exige, sino por las condiciones precarias de nuestras calles.
Y aquí viene la paradoja: este sistema que nos resuelve cenas de última hora, reuniones infinitas o antojos nocturnos, al mismo tiempo erosiona la sostenibilidad de la cadena de la que depende. Los Supersónicos imaginaron un futuro perfecto; el nuestro llegó con pantallas, botones y entregas exprés, pero también con dilemas éticos y económicos. No podemos perder de vista que estos titanes de hoy tienen bancos virtuales, canales propios negocio y hasta seguros para carro. Todo, y en serio es todo, nos lo solucionan, si nuestro tiempo no permite.
Sin embargo, no todo está perdido. En medio de esta dinámica desigual han surgido restaurantes que han decidido enfrentar el reto de otra manera. Negocios que invierten en tener su propia red de repartidores, dándoles condiciones dignas, asegurándoles un salario justo y reconociendo que su trabajo es la última milla de la experiencia gastronómica. Otros han apostado por construir relaciones directas con sus clientes, creando canales de fidelización que van más allá de un cupón en una aplicación. Programas de lealtad, descuentos personalizados, sistemas de pedido directo, o incluso la vieja llamada para asegurar que el contacto no se pierda entre las pantallas. ¡Que vivan los cupones del directorio telefónico de los 80! (Aquí solo unos entenderán la dicha que era tener dos directorios).
Estos restaurantes entienden algo fundamental: el producto no es solo la comida, sino la experiencia completa. Defenderlo implica cuidar cada eslabón, desde el agricultor que produce la materia prima hasta el repartidor que toca la puerta de nuestra casa. En un mundo donde la inmediatez parece devorarlo todo, ellos deciden detenerse un segundo y decir: “aquí estamos, con un plato que cumple las expectativas y con un servicio que también es parte de la experiencia”.
El futuro ya no es el de los dibujos animados, es el que construimos con nuestras decisiones. Cada vez que pedimos un domicilio, validamos un sistema. La pregunta es si seguiremos alimentando un engranaje que solo enriquece a las plataformas, o si, como consumidores, aprenderemos a reconocer y apoyar a quienes se atreven a hacer las cosas de otra manera. Empezando por mí. Pues el verdadero futuro no está en el botón que pide la comida, sino en la conciencia con la que elegimos quién nos la trae y en qué condiciones lo hace.
Último hervor: El respeto empieza por entender que todos los colombianos tenemos derecho a que nuestro tiempo sea respetado. Tiempo para el descanso, para el trabajo, para ver televisión, para compartir o simplemente para estar solos. No podemos seguir teniendo que consumir medios a la fuerza, ni vivir de los chistes de los dormidos ni, mucho menos, burlarse de la gente que, con el corazón, sigue defendiendo lo indefendible.
