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Es peligrosa, e incluso trágica, la forma en que olvidamos. O, mejor dicho: la manera en que fragmentamos la memoria, no solo ante lo que nos incomoda, sino también en la comodidad de creer que tenemos la razón.
Colombia nace de una cocina tejida por siglos de mestizaje: desde los pueblos originarios que cultivaron maíz, arracacha y yuca, desarrollando sistemas agrícolas sabios y eficientes; hasta los españoles que trajeron cocidos y sopas que evolucionaron en sancochos. Con ellos llegaron los africanos esclavizados, que nos legaron el plátano, las frituras y los sabores potentes que hoy sentimos como propios.
Somos una nación de mezclas, de migraciones, de cocinas que se han ido entrelazando con el tiempo. Y, sin embargo, ese legado parece diluirse. La memoria se vuelve selectiva, veloz, cómoda. En nombre de la falta de tiempo, nos alejamos de lo que llevamos en el ADN. Olvidamos que la cocina fue refugio, trinchera y herencia. Y, al hacerlo, también nos alejamos de quienes hoy, literalmente, no tienen qué comer. Porque la identidad, esa que defendemos en los discursos, también está profundamente ligada a la seguridad alimentaria.
Según cifras recientes del DANE y la FAO, en Colombia más de 14 millones de personas, una de cada cuatro aproximadamente, vive en situación de inseguridad alimentaria moderada o grave. En el campo, la cifra asciende al 34 % de los hogares. Cerca de 7,8 millones de colombianos necesitan ayuda alimentaria urgente. Esto no es una simple cifra: es una tragedia cotidiana que normalizamos y que, como sociedad, nos negamos a ver.
La cocina, en su forma más básica, es alimento. Pero también es memoria, identidad, pertenencia. Cuando un niño crece sin acceso a una dieta adecuada, pierde más que nutrientes: pierde parte de su historia. El hambre no solo vacía el estómago: vacía el alma, limita el desarrollo y reduce su posibilidad de aprender, crecer y construir futuro.
En este país de cocinas poderosas y biodiversidad privilegiada, muchos no pueden acceder a una dieta básica. Y cuando lo logran, muchas veces no es saludable. ¿Cómo es posible que una nación con tanta riqueza agrícola no garantice el derecho fundamental a la alimentación?
¡Algo se ha roto! Hemos permitido que erosionen la conexión con nuestros alimentos tradicionales, que se olviden, que desaparezcan. Y en lugar de proteger ese legado, los menús escolares y comunitarios muchas veces lo ignoran, convirtiéndose en contratos opacos que no alimentan. Cocinas sin producto, platos sin identidad, alimentos sin vínculo con el territorio ni con las necesidades reales de los niños.
Pero no todo está perdido. Aún hay caminos posibles, que implican voluntad, trabajo y conciencia. Volver la mirada al origen, rescatar los saberes culinarios tradicionales, incorporar ingredientes nativos y preparaciones propias en los programas de alimentación pública. No se trata de romantizar la pobreza, sino de reconocer que nuestra cocina ancestral fue sabia, nutritiva y profundamente coherente con el entorno. Sabía lo que se producía, y lo usaba bien. No tenía paquetes ni azúcares refinados, ni comida descompuesta, como algunos planes de alimentación actuales. Alimentar también es educar.
Hay que fortalecer las redes locales de producción: campesinos, cocineras populares, mercados de plaza. Ellos, a pulso, sostienen lo que queda de esa memoria. Y en medio de una crisis alimentaria silenciosa, pueden ser clave en la solución. La memoria gastronómica no es un lujo para las élites: es una herramienta de resistencia y de futuro, pues quien olvida su historia está condenado a repetirla. Y hoy, esa repetición se traduce en hambre, desarraigo… y olvido.
¿Qué hacemos con los olvidados? Empezar por recordarlos. Ponerlos en el centro. Cocinar con ellos, para ellos, desde ellos. Devolverle al alimento su sentido más humano: nutrir el cuerpo, el alma y la memoria.
Último hervor: En medio de la polarización que vivimos esta semana, creo que es urgente detener las agresiones que parten de la superioridad moral. Nadie está en condiciones de juzgar al otro con arrogancia. Estamos como niños: que tire la primera piedra quien esté libre de culpa. Esta columna no es un ring de boxeo: es un espacio para conversar, para construir desde la diferencia, sin necesidad de golpear ni ofender a nadie, sean personas o marcas. Tal vez porque durante cinco años tuve un negocio de alimentos y bebidas, aprendí que cada invitado cuenta, que cada comensal representa un esfuerzo diario y que construir equipos es de las tareas más difíciles que hay.
Entonces, si lo que buscan es conflicto, pelea o destrucción, están en la mesa equivocada, este no es el lugar. Aquí opinamos para aportar, destacar, visibilizar y ayudar. Qué error tan salvaje pensar que la gastronomía, la seguridad alimentaria o los emprendimientos no son temas de opinión. Los invito a meter la cuchara en la sopa… y vemos qué encuentran.
