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Hay recetas que no caben en un libro, ni se miden en gramos o tazas. Son las que se aprenden mirando, oliendo y probando al lado de la mamá o de la abuela: las que se transmiten entre risas, consejos y un “échale un poquito más, mija, que así sabe mejor”. Son fórmulas de cariño que, con el tiempo, se convierten en una manera de mirar la vida y compartirla con los demás.
Todos guardamos en la memoria un sabor que nos devuelve a casa. Los míos: el bizcocho de vainilla esponjoso, el té caliente y el silencio antes del primer mordisco. Tal vez por eso me emociona tanto encontrar lugares donde la repostería no se trata solo de azúcar y harina, sino de herencias que se vuelven comunidad.
En Bogotá, Elalgo Repostería (@quieroelalgo) es eso: un pedacito de historia familiar hecho postre. Su nombre evoca la pausa de “tomarse el algo”, invita a detener el día para darse un gusto y recordar que la felicidad está en los gestos pequeños. Desde su ventanita en el barrio San Felipe reparten tortas, café y sonrisas; esas que se cocinan en familia y se entregan envueltas en papel de colores y cintas con mensajes personalizados.
Detrás del mostrador hay más que repostería: está una hija que aprendió con su madre, y que hoy crea nuevas recetas junto a Mabel y su equipo, parte fundamental del proyecto. Ellas entendieron que los mejores momentos se viven alrededor del horno, que batir una mezcla es una conversación, y que probar la crema antes de tiempo no es un error, sino un ritual. Ese gesto cotidiano marca el ADN del negocio: compartir sonrisas.
Cada postre tiene su historia. La famosa Milky Way, con su capa de chocolate, salsa y arequipe, nació de la intuición y del deseo de crear algo que hiciera feliz a todos. Su dulzura es resultado de tardes de ensayo, recetas escritas a mano y ajustes pacientes: lo que se hereda en las cocinas donde el amor es el ingrediente principal.
Lo que las diferencia es su capacidad de volver lo íntimo colectivo. Empezaron como un emprendimiento familiar, y se convirtieron en punto de encuentro para vecinos, artistas y curiosos que llegan al Distrito Creativo buscando inspiración. Entre galerías, esta ventanita huele a café Peregrina y a repostería recién hecha.
Aquí no venden postres: venden recuerdos para regalar. Sus cajas dicen “para ti” o “para compartir”, y cada entrega parece una carta de afecto. Esa filosofía es su mejor secreto: la repostería como lenguaje de amor, para decir “te pienso” sin palabras. Al final, los sabores también son emociones, y cada receta heredada es una historia que continúa escribiendo quien la prepara.
Su trabajo parece una clase de coordinación y cariño. Una bate, otra prueba el almíbar; se ríen, discuten, ajustan, prueban de nuevo. Sin prisa, con la certeza de que lo hecho con amor llega más lejos. En un mundo que corre, su apuesta es volver al ritmo del horno: a la calma de esperar el punto exacto del merengue o el dorado perfecto del brownie.
Entrar a Elalgo es como abrir el álbum de recuerdos de muchas familias. Detrás de cada torta hay una madre que enseñó a su hija que cocinar no es solo alimentar, sino cuidar; tras de cada café, una conversación pendiente; detrás de cada sonrisa, la promesa de que los buenos momentos se multiplican cuando se comparten.
En un país donde el talento femenino ha sostenido la cocina del hogar y ha conquistado el espacio profesional, esta historia tiene un valor especial. Habla de herencias que no pesan, sino que alimentan. De cómo una receta guardada en una libreta puede convertirse en empresa y conservar su esencia familiar sin perder su brillo contemporáneo.
Quizás por eso, cuando alguien prueba la Milky Way o muerde el postre de limón, prueba más que dulce: prueba memoria, gratitud y esperanza. Las recetas que se heredan son mucho más que instrucciones: son un lazo invisible que une generaciones y endulza la vida de quienes se cruzan en el camino.
Bien lo dice Tatiana, su dueña: “No hay mejor propósito que compartir sonrisas”. Cierro con primicia: este mes llega la torta envinada que sabe a memoria. Apúrense: esto no es una tarea en masa, es una masa hecha para pocos.
Último hervor. No hay pena que no se cumpla ni plazo que no se venza. Puede que en el país no tenga consecuencias el creer que uno está fuera de la ley, el orden y la constitución, por vivir en una dimensión desconocida. Pero las sanciones, justas o no, nos afectan a todos. Sabia mi abuela cuando decía: “Ojo con quién te juntas, que así te leen las mamás de tus amigos”.
