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En una sociedad como la nuestra, acostumbrada a poner en el pedestal el talento individual, los logros profesionales y las grandes creaciones, solemos olvidar un verbo sencillo pero poderoso: servir. No hablo de un acto menor ni de la subordinación, sino de ese gesto profundo de entrega que nace de la pasión, de la atención al detalle y de la preocupación y el cuidado por el otro. Servir es, en esencia, construir lazos. Y en la gastronomía, esta palabra cobra una dimensión que trasciende el plato y se convierte en comunidad.
Cuando entramos a un restaurante, muchas veces nos concentramos en el menú, en los ingredientes, en la creatividad de la cocina. Pero lo que queda en la memoria no siempre es el sabor, sino el servicio: la sonrisa genuina de quien nos atiende, el gesto de explicar con paciencia una carta, la rapidez oportuna con que llega un vaso de agua antes de que tengamos que pedirlo. Esos detalles invisibles convierten una visita en una experiencia, y son los que nos hacen volver.
Bien entendido, el servicio no es una estrategia de mercadeo: es un compromiso humano. Se construye en los restaurantes, sí, pero también en las tiendas de barrio, en los mercados locales y en las plazas. El panadero que sabe cómo nos gusta el pan; la señora de la plaza que guarda las mejores papas para la clienta fiel; el carnicero que recomienda con sinceridad el corte ideal para un guiso: todos ellos están sirviendo con un conocimiento profundo de su oficio y, sobre todo, con un respeto enorme por la relación que sostienen con quienes los visitan.
Ese acto de servir genera fidelización auténtica. No se trata de acumular puntos en una tarjeta ni de coleccionar descuentos digitales: es cultivar lazos que se vuelven irrompibles, generan una recompra y un buen comentario. La gastronomía, en cualquiera de sus expresiones, es un tejido social. Servir es el hilo que une a los comensales con quienes cocinan, atienden, lavan, reparten o acomodan. Y aunque muchas veces se hable de chefs o de restaurantes de renombre, el verdadero poder está en la atención invisible de quienes hacen que todo funcione.
En Colombia, donde las plazas aún son escenarios vivos de encuentro, el servicio se traduce en confianza. Allí se aprende que no siempre se compra con dinero, sino con palabra, con gratitud y con lealtad. El fiado de la tienda, lejos de ser una práctica menor, es un voto de confianza: el tendero sirve con generosidad, y el cliente responde con compromiso. Ese pequeño pacto, repetido miles de veces en todo el país, es lo que mantiene viva la economía de cercanía y la sensación de pertenencia.
Servir también es resistir. Es creer que, en un mundo cada vez más acelerado y digital, la humanidad sigue estando en la relación cara a cara. Los restaurantes que apuestan por capacitar a sus meseros, los mercados que priorizan la atención personalizada, las tiendas que cuidan a sus clientes como vecinos y no como números, todos ellos están defendiendo un valor que parece obvio, pero que se pierde cuando dejamos que lo automático suplante lo humano.
Y claro que no todo es color de rosa. Servir exige disciplina, paciencia y dedicación. No siempre es fácil sonreír cuando el día va mal, ni recordar el gusto de cada cliente en medio del cansancio. Pero ahí está la diferencia entre quienes ven el servicio como un trabajo más, y quienes lo entienden como un acto de vocación. Esa vocación es la que logra que un restaurante, una plaza o una tienda se conviertan en el corazón de un barrio.
Al final, servir no es solo entregar un plato o un producto: es cuidar al otro. Es ofrecer un momento de tranquilidad, un espacio de confianza, un respiro en medio del caos. Es poner atención en lo pequeño, y en ese cuidado silencioso se crea algo más grande: la construcción de comunidades fuertes, resilientes y solidarias. La próxima vez que nos sentemos en un restaurante, que pasemos por una tienda o que compremos en una plaza, recordemos que detrás de cada gesto hay alguien que eligió servirnos.
Ultimo hervor: Más que hablar otra vez de las negativas implicaciones de las propuestas de reformas, hoy quisiera celebrar un hito de movilidad. Hace cinco años inauguraron el túnel de La Línea, un complejo sistema que reúne puentes, viaductos y túneles, para mejorar la conectividad entre el Pacífico y el centro del país, lo que redunda en mayor eficiencia en la cadena de suministros, alimentos más frescos y menores tiempos de distribución. Obras que tienen un impacto positivo para todos. Más que nuevos impuestos, al país le falta es este tipo de infraestructuras.
