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Quienes me leen desde hace años saben que esta columna es fija para finales de noviembre. Y es que hay celebraciones que adoptamos aún sin haber nacido en ellas, pero que con el tiempo empiezan a sentirse propias. Para mí, el Día de Acción de Gracias es una de esas. Los colombianos no crecimos con pavos horneándose por horas ni con postres en capas, pero sí crecimos con algo que, sin darnos cuenta, se parece mucho: la costumbre de reunirnos para agradecer: la mesa familiar del domingo, el abrazo de amigos después de días difíciles, la bandeja que se comparte con quien llega sin avisar. En Colombia nunca le pusimos nombre ni fecha específica, pues se vive todos los días.
Esta semana, muchas cocinas del país probaron recetas prestadas, desde la marinada larga para el pavo hasta el infaltable puré cremoso. Más allá de eso, no sobra recordar que esta celebración tiene algo profundamente humano: detenernos un momento para agradecer por la vida, la familia, los amigos y por lo que hemos construido juntos.
Agradecer también tiene una cadena productiva, que empieza antes de que los ingredientes lleguen, y termina tiempo después del último bocado. Cuando pensamos en una celebración como esta, vemos una oportunidad para “entender de dónde viene lo que comemos”, y comprendemos que cada plato es un esfuerzo colectivo: productores que madrugan, transportadores que llevan cosechas a las ciudades, emprendedores que se atreven, cocineros que transforman, comensales que confían. La cadena que sostiene nuestra alimentación merece un agradecimiento tan grande como cualquier celebración familiar.
Es fácil olvidar que la comida no aparece por arte de magia. Detrás del pavo hay un campo que resiste los embates del clima, la falta de tecnificación y un sinfín más de cosas. Detrás de la mantequilla y leche está una comunidad que ordeña, cuida su ganado y pelea por el valor del litro de leche, buscando un pago justo. Tras cada mazorca jugosa hay una siembra que dependió de lluvias, trabajo y paciencia. Acción de Gracias invita justamente a eso: a mirar la mesa con ojos de comunidad, a entender que también estamos agradeciendo la tenacidad de un país entero.
Este año, mi mesa tendrá un postre inglés en capas, hecho para traer a mi hermana de vuelta a la familia, aunque viva lejos. Esto me lleva a otra cadena igual de importante: la humana, la que se activa cuando nos miramos a los ojos y nos reconocemos en el otro. En tiempos acelerados, donde la vida se vive entre pantallas, trancones y reuniones; dedicar un día para agradecer nos recuerda que seguimos necesitando la presencia del otro para sentirnos completos. Necesitamos la pausa del abrazo, la escucha atenta, la mirada que dice “estoy aquí”.
Más que un menú, Acción de Gracias es un recordatorio de que el bienestar no se construye solo. Incluso en los años difíciles, siempre hay algo que agradecer: la salud recuperada, la oportunidad de empezar nuevamente, el trabajo que se sostuvo cuando parecía tambalear, la familia que acompañó sin hacer ruido, los amigos que hicieron casa donde no la había. Los psiquiatras lo llaman vivir en comunidad para fortalecernos.
A mí me gusta pensar que agradecer también es una forma de cocinar. Se necesitan los mismos ingredientes: tiempo, intención, cuidado y una porción inmensa de amor. Cuando agradecemos, el mundo se suaviza, se vuelve menos agreste, más viable. Y si agradecemos juntos, en la mesa, las cadenas, productivas y humanas, se fortalecen.
Sin importar la receta que preparen, deténganse un momento y vean a su alrededor. Miren quien tienen al lado y piensen todo lo que esa persona hizo para apoyarnos este año. Reconocer las manos que hicieron posible que tengamos alimentos en el plato. Agradecer por lo que superamos, por lo aprendido, por lo que aún estamos trabajando. Eso no borra las dificultades, pero da fuerza para seguir caminando y construyendo.
Porque al final, Acción de Gracias nos enseña algo que los colombianos sabemos de sobra: que la vida se celebra mejor cuando se comparte. El agradecimiento es un acto colectivo. Y que, aunque a veces la mesa esté incompleta, siempre podemos traer a los nuestros —los que están lejos o los que ya no están— a través de un sabor, un recuerdo o una historia servida con el corazón.
Gracias a ustedes por un año de aprendizaje conjunto, por sus comentarios, sus regaños. Por los emprendedores que conocí y me demostraron de que estamos hechos los colombianos. Por la sonrisa de cada campesino que me recibió en su casa y por cada semana que pude estar aquí escribiendo para ustedes.
Último hervor: Colombia vive en medio de un ciclón eterno. Han pasado tres años y seguimos evadiendo respuestas, responsabilidades y, por supuesto, justicia. Resulta ininteligible entender cómo la seguridad del país, las Fuerzas Militares, los funcionarios y quién sabe cuántos más se escudan en la ineficiencia del aparato judicial y en la facilidad de traspapelar cualquier cosa para negociar lo más básico de una nación: la Constitución, las normas y la autoridad.
