Cuando se creó la televisión colombiana, gracias a la visión de Fernando Gómez, su fundador, fue una fuente de cultura y de entretenimiento de calidad. Nuestra televisión de los primeros años fue algo notable en el mundo. Lo excelente que era en esos tiempos es algo que se olvida, pero que vale la pena recordar una y otra vez. La primera estación de TV fue la que transmitió la Novena sinfonía de Beethoven y hacía conciertos sinfónicos y de solistas ilustres como pan de cada día. Tenía programas teatrales de alcurnia donde las obras de William Shakespeare, Lope de Vega, Alejandro Casona, Eugene O’Neill, Henrik Ibsen y George Bernard Shaw, entre muchos otros, se presentaban en versiones muy dignas. Además, estos teleteatros formaron a los actores que originaron el gran movimiento teatral colombiano de nuestros días. Todo lo anterior se complementaba con muy buenos programas infantiles, con presentaciones del folclor de nuestras tierras y con series didácticas como las de Enrique Uribe White y José de Recasens. Esa televisión era un ejemplo y un caso único en el mundo.
Infortunadamente, llegó el día en que todo eso se echó por la borda y se creó una televisión comercial basada en enlatados, narconovelas y concursos. Lastimosamente, entró a formar parte de ese inmenso desierto cultural —como describió un crítico de Estados Unidos a ese ente— en que se convirtió la TV en todo el mundo, con pocas y honrosas excepciones.
La televisión por cable no es mucho mejor y al menos los canales de streaming proporcionan al amante del cine la oportunidad de ver lo suyo, así prácticamente se hayan olvidado de las películas clásicas, que con pocas excepciones brillan por su ausencia. Este recuerdo de la vieja televisión sirve para mostrar que desde el punto de vista cultural las cosas sí pueden ser mejores.