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En estos días se conmemora el décimo aniversario de la muerte de uno de los más destacados autores de fantasía y ficción científica en la historia del género: Ray Bradbury. Entre sus obras recordadas están El hombre ilustrado, una colección en que cada uno de los tatuajes del protagonista cuenta una historia, y Crónicas marcianas, donde se describe la colonización futura de ese planeta. Sin embargo, el libro que lo puso en el pabellón de los grandes autores fue Fahrenheit 451 (que Truffaut llevó al cine en forma brillante). En contraste con las utopías que describen mundos ideales, esta es una distopía, que muestra una sociedad indeseable y tiránica donde los libros han sido prohibidos y unos funcionarios públicos, llamados irónicamente bomberos, se dedican a quemar cuantos libros hayan quedado de la destrucción inicial. El título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel.
Los rebeldes son los amantes del libro, quienes, para evitar que toda la herencia de la humanidad que guardan desaparezca, se han puesto en la tarea de que cada uno debe aprender de memoria un libro, para que mientras esa persona viva esa obra no desaparezca.
Es significativo que este aniversario coincida con un aumento internacional de la persecución al libro. Quemas de libros son denunciadas frecuentemente y en muchos lugares hay asociaciones que buscan prohibir las obras que no coincidan con sus estrechas creencias. Bradbury buscaba denunciar a los enemigos de obras impresas y sería de desear que en este aniversario suyo, quienes creemos en la importancia del libro comencemos a defender a este silencioso amigo del intelecto, porque el peligro existe y si no estamos alerta, es posible incluso que los trogloditas triunfen.
