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'Carmen' en paños menores

Manuel Drezner

20 de febrero de 2012 - 06:58 p. m.

Parece ser una constante en directores escénicos de ópera de nuestros días, que pretenden mostrar versiones ‘revolucionarias’ de algunas obras, que en algún momento salgan los protagonistas en calzoncillos y en otro aparezca alguien desnudo.

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Estos ya son lugares comunes muy manidos, pero se vieron en la versión de Carmen que con gran bombo llegó a Bogotá. En especial un señor que aparece desnudo, haciendo contorsiones, ni tiene justificación dramática ni se volvió a usar, lo cual muestra que de lo que se trataba era de escandalizar. Igualmente, eso de meter automóviles en el escenario ya lo usó Felsenstein en su Carmen de Berlín; estuvo en Payasos de Madrid y hasta en Lady Macbeth de Shostakóvich en el conservador Metropolitan de Nueva York, o sea que la presunta revolución operática que nos habían prometido, no fue sino mala imitación de lo que ya habían hecho otros.

Pero el mayor problema de la Carmen que montó el régisseur Calixto Bieito es que parece no haber leído el libreto. La obra comienza anunciando que en “la plaza todos vienen y todos van”, pero aparte de unos soldados mal vestidos en el momento en que se supone que están de guardia, nadie iba y nadie venía. Los coros parecían alineados para cantar un oratorio y los niños que tratan de imitar a los soldados resultaron siendo niñas. La taberna de Lilas Pastia, donde Carmen va a tomar manzanilla, acabó siendo un burgués e inofensivo picnic campestre, en un sitio que aparentemente era el punto de reunión de toda Sevilla.

Cuando Carmen le dice a Don José que la deje pasar o que la mate, está acostada de modo que difícilmente, así Don José accediera, hubiera podido pasar y con esto destruyó uno de los momentos más dramáticos de la concepción de los libretistas. Los diálogos hablados fueron también reducidos a su mínima expresión. No quiero decir nada de la sádica paliza que los contrabandistas propinan a Zúñiga, que no tiene justificación. Hay momentos que se acercan a lo ridículo, como, por ejemplo, el equipo para escalar montañas de la pobre Micaela consistente en unos zapatos de tacón con los cuales hay que agradecer que no se fracturara sus pies.

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El problema está en que hay directores escénicos que creen saber más que los libretistas y el compositor y no interpretan sino que tratan de inventar versiones propias, alejadas de la verdad dramática. Si a esto se agrega la pobreza del concepto escénico hay que decir que la revolución que se anunciaba en esta Carmen quedó en el tintero.

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