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Hay compositores cuya música representa todo un país. En Rusia, Tchaikovsky; en Austria, Mozart; En España Manuel de Falla y en Estados Unidos… un señor flaco, hijo de inmigrantes judíos de Brooklyn, que jamás pisó un rodeo, pero terminó inventándose el sonido oficial del lejano Oeste. Se trata de Aaron Copland, el compositor estadounidense, de quien este año se cumplen 125 de su nacimiento y 30 de su muerte. A veces creo que si uno oye “Rodeo” o “Primavera en los Apalaches” el café que uno se está tomando mientras las oye tiene sabor a frontera, polvo y optimismo democrático.
Copland propuso que su patria no necesitaba más imitaciones europeas. Ya había demasiada sinfonía alemana y demasiada sonata francesa tratando de nacionalizarse gringa. Copland decidió usar lo que escuchaba la gente: danzas, canciones populares y fanfarrias patrióticas. Supo reflejar todo eso en música que parece abrir la esperanza de lo que es el ser humano. No por nada Fanfarria por el hombre común se toca cada vez que hay que destacar algo, desde lanzamientos espaciales hasta discursos aburridos de políticos. También tuvo una virtud rara: podía ser moderno sin ser excluyente. Copland no: es claro, directo y luminoso. Cuando quiere mostrar ser avanzado, lo hace con la elegancia del que conoce, pero no presume.
Copland visitó un par de veces a Bogotá y en la última dirigió la Sinfónica con algunas de sus obras, entre ellas Retrato de Lincoln, con Bernardo Romero Lozano como narrador. Igualmente, fue generoso con su tiempo y (como consta en una cita de su autobiografía) pude estar al lado de él, absorbiendo interesantes opiniones. De hecho, le sugerí que puesto que había compuesto un Salón México con melodías de ese país, debía componer algo basado en ritmos colombianos. Como la cosa le interesó, le conseguí cantidad de partituras de bambucos, pasillos, cumbias y otros ritmos colombianos. Infortunadamente, no sé qué pasó después, ya que nunca hubo un Salón Colombia, aunque no he perdido la esperanza de que algún día entre sus papeles encuentren una obra así.
Un comentarista lo dijo muy bien: “En un planeta donde todo tiende a encogerse —las atenciones, las pantallas, las esperanzas—, Copland sigue sonando a espacio abierto. Quizá por eso convendría escucharlo más: para recordar que, de vez en cuando, también nosotros podemos inventarnos un país mejor, aunque sea durante unos minutos, mientras dura la música.” Este es un deseo ferviente que estoy seguro de que muchos sabrán compartir.
