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El Ballet de Biarritz

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Manuel Drezner
29 de febrero de 2012 - 11:00 p. m.
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Cuando muchos coreógrafos modernos quisieron dejar atrás las restricciones que implicaba crear obras sobre las tradiciones clásicas, dieron rumbos diferentes al arte de la danza.

No hacer bailes en puntas ni pas de deux convencionales parecía que era la norma, y por eso muchos coreógrafos, que seguían trabajando en un estilo neoclásico, fueron considerados como reaccionarios por quienes rechazaban las reglas tradicionales. Parecía que existiera un abismo entre las dos tendencias que estaba haciendo una peligrosa división en el mundo del ballet, porque si bien es cierto que un arte que no evoluciona queda anquilosado, también lo es el hecho de que el lenguaje clásico tiene mucho para ofrecer.

La solución que, no por obvia fue cosa de un momento, fue la búsqueda de métodos que combinaran las tradiciones del ballet clásico con un lenguaje moderno que no destruyera la importante herencia del pasado. Son muchos los coreógrafos que en años recientes han intentado esto, pero pocos con el éxito de Thierry Malandain, quien con su Ballet de Biarritz hizo unas presentaciones en el Teatro Santo Domingo con tres obras donde mostró cómo la tendencia mencionada puede aplicarse con éxito. Malandain usa recursos de gran economía. Básicamente, el vestuario de sus bailarines consiste en mallas color carne, lo cual permite que la expresividad del cuerpo del bailarín sea el centro de atención. Esto es peligroso porque sin bailarines de primera categoría, la cuestión puede acabar como un desastre.

Lo excelente de Malandain como coreógrafo es que sus concepciones son exitosas y muy atractivas. Lleva la sobriedad al extremo en obras como Mozart a 2, donde sobre la base musical de movimientos lentos de cuatro conciertos para piano de Mozart, cinco parejas, la una tras la otra, hacen variaciones sobre una coreografía básica. En El amor brujo, abandona la historia de los hermanos Álvarez Quintero para crear una brillante concepción de danza, sin argumento pero visualmente de gran belleza. No tan exitosa es su versión del Bolero de Ravel, que es básicamente un unísono de los bailarines, muy impresionante, pero que en últimas es casi que un ejercicio de gimnasia sueca.

Malandain muestra, sin embargo, que los dos mundos, el de la danza clásica y el de la danza moderna, no son incompatibles y hay muchos momentos en que la deseada fusión se alcanza con éxito. Se trató, pues, de un espectáculo de gran dignidad y que el público recibió con merecido aplauso.

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