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En estos días se han conmemorado los 550 años del nacimiento de Michelangelo di Ludovico Buonarroti Simoni, a quien el mundo civilizado conoce como Miguel Ángel y con ese motivo ha habido muy buenos artículos para recordar al inmenso artista. En vez de hacer uno más, quisiera entonces recordar la censura a que fue sometida su gran obra maestra: El juicio final.
La época de la contrarreforma vio una gran inclinación al puritanismo que hizo que la censura eclesiástica y la Inquisición persiguieran todo lo que, según esas mentes pacatas iba contra la moral. Uno de los censurados fue El juicio final que está en el Vaticano, al cual Miguel Ángel dedicó varios años de su vida.
Miguel Ángel había pintado la bóveda de la Capilla Sixtina, comisión que inicialmente había rechazado. La razón por la cual por fin aceptó fue evitar que su gran rival, Rafael, fuera quien lo hiciera. 25 años después, en 1535, el Papa Pablo III lo llamó para que terminara el trabajo con una representación en el altar mayor del juicio final. Miguel Ángel tardó cinco años en acabar esa majestuosa creación y cuando por fin fue descubierta hubo un escándalo mayúsculo. El artista había decidido que en el Juicio Final no habría vestiduras, ya que los textos hablan de la resurrección de la carne, pero como en ninguna parte mencionan sus ropas, la conclusión era que todos estarían con la desnudez inocente del Paraíso Terrenal. El que más protestó fue el maestro de ceremonias de la corte vaticana, un tal Biagio de Cesena, al cual Miguel Ángel había castigado pintando su efigie como uno de los condenados al infierno, con orejas de asno. Cuando Biagio se quejó con el Papa, este que había gozado con la broma le dijo que él nada podía hacer porque el poder papal solo llegaba hasta el Purgatorio.
Cuando murió Pablo III subió al papado uno de los mayores detractores de Miguel Ángel, Giovanni Angelo Medici, quien como Pio IV ordenó a Daniel Ricciarelli de Volterra, uno de los discípulos del maestro, (quien ya había muerto), que tapara todas las desnudeces de El juicio final. El hombre puso taparrabos y hojas de parra en los lugares estratégicos para que la obra satisficiera a los defensores de las buenas costumbres. Eso arruinó la reputación del nuevo artista, a quien desde ese entonces solo recuerdan como Il braghettone, el hombre de las bragas, el que censuró una de las grandes pinturas de la civilización occidental. Sus logros fueron olvidados y a pesar de ser buen pintor, el mundo solo conoce a Volterra como el triste censor de El juicio final.
