No pasa semana sin que con grandes titulares nos informen que se ha redescubierto una obra de un gran maestro del pasado.
Sólo en la última semana nos cuentan que apareció un Da Vinci y que un cuadro del Museo Metropolitano de Nueva York que estaba arrinconado por mucho tiempo resultó ser un autorretrato de Velásquez. No hace mucho, con gran bombo se anunció que había aparecido una obra de Mozart desconocida. La impresión es que los grandes maestros iban creando y olvidando lo que creaban.
La verdad es muy diferente. Todas esas obras que aparecen como por arte de magia usualmente son creaciones bastante menores que muchas veces no hacen honor a los artistas a los que atribuyen. Eso pasó, por ejemplo, hace algunos años cuando nos comunicaron con alborozo que había aparecido una nueva sinfonía de Beethoven, a la que bautizaron Sinfonía Jena y procedieron a grabar. Pero quienes la oyeron la consideraron pieza bastante regularcita y al poco tiempo de esa entusiasta acogida al descubrimiento, se constató que era una obra de un tal Witt y la Sinfonía Jena volvió a ser olvidada. Y eso por no decir nada de un vivo que dijo haber reconstruido la Décima Sinfonía de Beethoven y aún esa tuvo su vigencia por un tiempo, afortunadamente corto. Lo mismo pasó con una sinfonía de Grieg, descubierta hace unos años, con óleos de Vermeer que resultaron hábiles falsificaciones y hasta con dramas de Shakespeare que a cada rato aparecen. Es lástima que esos anuncios no confirmen la reaparición de la que debió haber sido una obra única, la Ariadna de Monteverdi, de la que existen trozos que hacen pensar que la obra completa debería haber sido sublime. Pero eso no ha sucedido y los descubrimientos que a cada rato nos anuncian, al poco tiempo del tremendo bombo periodístico siguen tan olvidadas como lo estaban antes. La razón es que muy probablemente los artistas creadores y su público no son tan distraídos como los hacen creer y las obras buenas las guardan con orgullo y se conocen mientras que la otras, las menos buenas, las han dejado en un cajón porque no están interesados en ellas y para lo único que sirven es para que un sabio anuncie al mundo esos redescubrimientos.
Por tanto, uno debe dedicarse a gozar lo que existe, con la seguridad de que eso es lo bueno y que los deseos de obras maestras que de pronto son desempolvadas porque nadie las conocía, no son sino eso, deseos que lamentablemente casi nunca se cumplen. Esos redescubrimientos, uno sospecha, no son tanto para honrar a un maestro del pasado, sino para hacer publicidad a algún experto del presente.