Con la muerte el lunes del gran director de orquesta Claudio Abbado no sólo desaparece uno de los nombres más importantes entre los intérpretes de nuestros tiempos, sino también una figura humana de gran trascendencia, que a sus méritos musicales unió los de una personalidad generosa, dispuesta a ayudar y a sacar adelante nuevos músicos tanto en el campo de la interpretación como en el de la creación. Un ejemplo de su generosidad puede verse en el hecho de que Italia lo nombró senador vitalicio en el Parlamento de su país, en reconocimiento de su inmensa labor, y Abbado procedió a donar su salario a la educación musical.
Abbado tenía ochenta años a su fallecimiento, pero se puede decir que los últimos catorce de su vida fueron un regalo de los dioses de la música. En efecto, en el año 2000 le fue diagnosticado un cáncer de estómago y los médicos le dieron unos pocos meses de vida, pero él siguió trabajando y vivió todos estos años a pesar del pronóstico. No sólo eso, sino que en ese lapso fundó una importante orquesta, la del Festival de Lucerna, con la que dio conciertos inolvidables.
Abbado alcanzó las grandes cimas de la música europea pues fue director artístico de La Scala en Milán, de la Ópera de Viena y de la Sinfónica de Londres, y además fue el sucesor de Karajan en la Filarmónica de Berlín. Abbado renunció a este prestigioso puesto (posiblemente el primer director que renuncia, ya que todos los anteriores murieron en la dirección) para ceder el paso a otras alternativas musicales.
Con la muerte de Abbado desaparece toda una época en el arte de la música. Pocos directores han tenido el eclecticismo y repertorio de este músico, ya que lo que tocaba iba desde el Barroco hasta las más recientes tendencias modernistas, y en el campo de la ópera sabía agregar el toque dramático a lo puramente musical. El mundo de la música llora a este insigne intérprete y es difícil ver en estos momentos otras figuras que lo puedan reemplazar.
