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Maruja Vieira, quien murió hace unos días, había escrito que “la muerte es un jardín de rosas amarillas”. A ese jardín llegó ella después de una vida de fructuosa creación y de una labor que, aparte de su poesía, tuvo toda clase de satisfacciones intelectuales, como docente, como ilustre profesional de las relaciones públicas y como periodista, ramo al que incorporó la misma pluma lúcida que se ve en sus poemas. A pesar de ser centenaria, conservó su lucidez hasta el último momento y nunca dejó de crear poemas llenos de serenidad, así en algunos de ellos intuyera su próximo paso al otro mundo.
Quienes la conocimos (y yo supe de ella desde muy niño) podemos atestiguar de ese carácter afable, amistoso y su fondo cariñoso hacia todos con quienes compartía. Maruja Vieira se dedicó a todas sus actividades con el mismo entusiasmo y amor que se refleja en sus poemas, que son muy evocatorios. Cuando en uno de ellos dice que “el viento hace cantar a los árboles”, crea de inmediato una imagen inolvidable común a sus creaciones. Ellas, además, eran de un intenso sentimiento y se supo librar de ese común denominador de tantas poetisas nuestras que tratan siempre de introducir momentos eróticos en lo que hacen. Para Maruja Vieira lo importante era el amor y este se manifiesta a través de toda su obra.
Algo que me unió a ella por muchos años fue su amor a la música, amor que sabía reflejar en su lirismo casi trascendental. Sus poemas en prosa, en el fondo, son trozos musicales, como los de Chopin, a quien ella admiraba tanto. Uno de sus versos dice que cuando muera “allí nunca estaré sola”. Quienes la recordamos con admiración y afecto sabemos que eso es cierto. Maruja Vieira hará mucha falta.
