Uno de los momentos más inolvidables de los difuntos festivales de teatro que se desarrollaban cada dos años en Bogotá fue la presentación de Robert Wilson, quien, al frente de una compañía de actores de Brasil, presentó una versión carioca de “La dama del mar”, uno de los dramas menos conocidos de Ibsen, pero que, gracias al atrevido montaje que hizo Wilson, llegó como un revelador rayo de luz. El dramaturgo acaba de morir, con solo 83 años, y su pérdida es muy sensible para el teatro, del cual fue maestro y mentor; además de revolucionario.
Wilson, como director escénico, hizo montajes de teatro y de ópera que demostraron que se puede hacer una producción escénica innovadora sin que se traicionen los deseos de los autores, como, infortunadamente, parece ser una tendencia maliciosa de algunos registas que creen saber más que lo que sabían quienes hicieron las obras. Mientras que estos últimos se deleitan presentando óperas con coros de ratones o haciendo que los personajes actúen en tal forma que hacen lo contrario a lo que el libreto dice que deben hacer, Wilson tenía un concepto estilizado del teatro, en el cual reemplazaba las escenografías tradicionales por juegos de luces y escenas abstractas, pero que delineaban a la perfección tiempo y lugar de donde transcurre la acción. De esta forma, dejaba a la imaginación del espectador crear sus propios desarrollos escénicos, con resultados que muchas veces eran brillantes.
Se le recuerda cuando hizo una presentación de doce horas de la ópera de Philip Glass, “Einstein en la playa”, nada menos que en la Ópera Metropolitana de Nueva York, donde mostró que no era necesario seguir una estructura narrativa tradicional, sino que se podía dejar a las experiencias del público muchas cosas que, en el desarrollo de la obra, solo eran insinuadas. Igualmente, las luces y los colores fueron personajes adicionales de la presentación. Es decir, que se estaba creando una nueva experiencia teatral de gran valor.
La muerte de Robert Wilson es, entonces, una pérdida fundamental para el desarrollo teatral, ya que él seguía creando e innovando y presentando sus ideas con el vigor de un adolescente. Su ejemplo de imaginación creativa es algo necesario en el teatro y, aparentemente, dejó varios discípulos que, sin imitarlo, pero sobre la base de los principios que enunció, siguen esos caminos de desarrollo escénico, del cual Robert Wilson fue un ejemplo único.