Pasaron las elecciones, tenemos nuevo presidente y hemos oído otra vez las promesas, tanto en las campañas como en los discursos definitivos, de los esfuerzos por acabar con la pobreza y la violencia, por dar trabajo y educación, por mejorar los niveles de vida y otra cantidad de futuros beneméritos que si se cumplieran en sólo un pequeño porcentaje, sin duda nos darían un país mejor.
Lo único que uno echa de menos en los discursos de candidatos y de electos es una manifestación de qué va a suceder con la cultura.
Para muchos, estas cuestiones culturales son de gran importancia, a veces tanto como el pan de cada día. Uno no se imagina un mundo donde no haya libros para leer, conciertos sinfónicos y recitales de solistas y representaciones teatrales, manifestaciones de danza (y no sólo ballet, sino las danzas folclóricas y populares), preservación del pasado cultural del país, protección de las manifestaciones de la cultura popular y, en fin, todo eso que va más allá de simplemente trabajar y comer, sino que tenga que ver con la vida espiritual, que es lo que en últimas representa la cultura.
Eso, desde luego, no es de ahora, sino que ha sido una constante: la cultura es una huérfana, tal vez porque detrás de ella o no hay votos o quienes asumen posiciones en el gobierno no la conocen o no les interesa. Entre los planes que se hacen y las promesas que se dan, nunca hay un espacio para la cultura en cualquiera de sus manifestaciones. Esta es una triste situación, ya que precisamente una de las cosas que distingue a una nación civilizada de una del montón es la cantidad de manifestaciones culturales que ofrece a sus ciudadanos. No se trata, desde luego, de que el gobierno maneje o dirija la cultura, sino que se preocupe por ayudar a que quienes viven en una nación tengan la posibilidad de gozarla. La cultura es un derecho, tanto como el transporte o la salud, e ignorarla definitivamente nos vuelve más pobres, y no hay pomposos Ministerios de Cultura que logren sobreponerse a esa indiferencia que ha marcado los diferentes gobiernos.
Es obvio que hay otras prioridades, pero lo que es asombroso no es que la cultura no sea una prioridad más, sino que ni siquiera se mencione como una necesidad de la población. Eso nos condena a vivir en un sitio donde es cierto que hay pobreza y que esa pobreza debe acabarse, pero donde igualmente se debe considerar que la pobreza es no sólo la material, sino también la espiritual. El día que se tome conciencia de esto, este bello país lo será todavía más.