El arquitecto Frank Gehry, quien acaba de morir casi centenario, logró el milagro de convertir —con el edificio que allí creó para el Museo Guggenheim— una ciudad industrial común como Bilbao en un centro turístico al cual llegan cada año por miles los viajeros que quieren conocer esa obra maestra de la construcción. Eso porque Gehry diseñaba edificios que eran esculturas imponentes, pero con interiores que eran funcionales y cómodos. Gehry logró una gran fusión con sus colaboradores técnicos, a los cuales no despreciaba como infortunadamente hacen muchos arquitectos que crean construcciones hermosas pero que no funcionan para cumplir su objetivo. Los museos, las salas de conciertos y todas las creaciones de Gehry son cómodas y funcionales.
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El nombre original de Gehry era Frank Owen Goldberg y el pseudónimo que escogió se originó en su deseo de mostrar una faceta universal en sus presentaciones. Fue un adalid en el uso de materiales no tradicionales para sus obras tales como el titanio, que está presente con frecuencia en sus edificios. Estos incluyen algunos hitos importantes en su arte tales como la sede de la Cinemateca Francesa en París o la bellísima sala de conciertos Walt Disney en Los Ángeles, parte de las obras con que ganó el premio llamado Nobel de la Arquitectura, el Pritzker.
El mayor homenaje a su labor creativa es la manera como ha sido imitado, ya que incluso arquitectos tradicionales como Johnson lo elogiaron diciendo que en su oficio era uno de los más grandes de la historia. Su legado es algo excepcional ya que es un reflejo de sueños interiores que han llegado con éxito a la realidad. Ojalá su ejemplo siga inspirando el arte arquitectónico ya que mostró que era posible hacer creaciones que unieran lo estético con lo práctico.