Yo estaba a punto de entrar a la adolescencia, cuando mis padres recibieron una nota de una bienintencionada profesora de la primaria en el Gimnasio Moderno. En ella, simplemente llamaba la atención a los libros que leía y decía: “Habla de leer libros inapropiados para su edad”. Si mal no recuerdo, el libro al cual se referían era Cándido, de Voltaire, que en ese tiempo me pareció una divertida tomadura de pelo, así sea cierto que ciertos pasajes aún no estaban al alcance de mis infantiles entendederas. Afortunadamente mis padres, que consideraban que leer era algo que se debía fomentar, fuera lo que fuera lo leído, hicieron caso omiso a la nota y mi libertad de lectura continuó. Yo en esa época pensaba, en paralelo con lo que diría Borges, que el paraíso debía ser una inmensa biblioteca y así pude crear una afición que no me ha abandonado en mi vida.
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Este recuerdo personalísimo lo traigo a cuento ya que, en una conversación con un distinguido maestro, este se quejaba de lo difícil que era infundir en sus jóvenes alumnos el hecho claro de lo placentero que es leer. Claro está que hoy día hay muchas fuentes alternativas de información como el internet y otras de fácil alcance, pero lo que me contaba este maestro es una tragedia intelectual indescriptible. Como ya se dijo, un libro es un aparato mágico portátil y leer es algo que alarga nuestros horizontes.
Es por esto que una de las campañas que deberían hacerse, iniciadas por el Ministerio y seguidas por las directivas de los colegios, es crear iniciativas para que los jóvenes lean más. Esto es más importante que enseñar cantidad de hechos que, de todas formas, están al alcance de cualquiera. Al fomentar la lectura se está incentivando un hábito que, si llega a formar parte de la vida, la vuelve más rica.