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Cuando Luis de Wittelsbach llegó al trono bávaro, con solo 18 años de edad, como sucesor de Maximiliano II, se impuso la meta de resucitar las monarquías absolutas, cuya voluntad era lo único que valía.
Un par de años antes había visto el Lohengrin de Wagner y se enamoró tanto de esa música que uno de sus primeros actos al llegar al trono fue llamar al músico de su exilio suizo y darle una jugosa pensión que le permitiera componer sin apuros. Después financió también la construcción del teatro en Bayreuth que permitiera a Wagner presentar sus óperas tal como las soñaba.
El monarca tuvo un fracaso ante la imposibilidad del gran imperio prusiano que había propuesto Bismarck y se retiró de su capital, Múnich, a uno de sus fastuosos castillos. Quizá quería también luchar contra su latente homosexualidad, que lo llevó incluso a un enredo con el jefe de las caballerizas reales. Lo que hizo fue dedicarse a construir castillos como de cuentos de hadas, llenos de ornamentos y fantasía.
De hecho una de las construcciones de Disneylandia está basada en uno de los castillos de Luis II. Los tres que alcanzó a construir más las jugosas subvenciones que derrochaba con artistas y amantes acabaron arruinándolo. Finalmente sus ministros, cansados de tanta extravagancia, ordenaron un consejo médico, con un psiquiatra, el doctor Gulden, al frente y fue declarado de sufrir una locura esquizofrénica que le impedía gobernar.
Al poco tiempo de este diagnóstico, Luis II salió de paseo con Gulden y a la mañana siguiente los cortesanos se encontraron con que el rey había estrangulado al médico y después se había suicidado.
A los bávaros no les fue mejor con su sucesor, el hermano menor de Luis, llamado Otto, a quien bautizaron en forma elocuente el Loco. La realidad es que como tenía enfermedades mentales graves, que llamaban piadosamente melancolía, nunca le permitieron ejercer y quien reinó efectivamente fue su tío Leopoldo y después su primo hermano también llamado Luis, quien en 1913 acabó declarándose rey legítimo mientras que Otto observaba sin darse cuenta de lo que pasaba.
Todo lo anterior se trae a cuento porque no cabe duda de que, a pesar de su locura, el apoyo que estos monarcas locos le dieron no solo a Wagner sino a otros músicos que buscaban desesperados su patrocinio (Bruckner, por ejemplo, le dedicó una sinfonía) contribuyó a un gran desarrollo artístico. Uno piensa, con un poco de tristeza, que quizá no sobrarían algunos locos similares en nuestros tiempos.
