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Me ha tomado el trabajo en estos días de volver a visitar el refranero y nuevamente me convenzo de que ellos, llamados por muchas personas sabiduría populares, no son tan sabios y, de hecho, en cierta forma tienen matices de absurdo. ¿Por qué entonces seguimos creyendo en refranes? Quizás porque nos dan la ilusión de que la vida viene con manual de instrucciones. Como si en vez de incertidumbre, caos y tráfico bogotano, existiera un librito mágico que nos guiara: Refranes para sobrevivir sin pensar demasiado. Es cómodo, reconfortante y, sobre todo, fácil de memorizar. Por ejemplo, aquello de que “Más sabe el diablo por viejo que por diablo” haría pensar que los ancianos son cofre de sabiduría, pero la realidad ha mostrado que en numerosas ocasiones son ellos los que han detenido el progreso por agarrarse a ideas que a su edad ya son rancias. O cuando se entona lo de que “Hombre prevenido vale por dos”, hace pensar que no tiene mucha utilidad ser prevenido si eso lo convierte en dos probablemente desprevenidos.
Igualmente, es absurdo decir que “Perro que ladra, no muerde” cuando es evidente que cuando el perro deja de ladrar está listo para lanzar un mordisco. Un dicho muy frecuente, casi que lema de muchos publicistas y políticos, es ese de que “Una mentira repetida suficientemente se convierte en verdad”. Una mentira será siempre una mentira y así se engañe a incautos con ella, no hay forma que se vuelva realidad. Un conocido tiene la mala costumbre de levantarse a horas tan tempranas que es difícil creer que ellas existan. Cuando le pregunté la razón por la cual hacía eso me respondió con el conocido refrán de que “A quien madruga, Dios le ayuda”. Como la ayuda divina a este amigo, que vive en condiciones bastante precarias, no se ha manifestado claramente, es claro que aquí hay otra exageración del refranero. Uno podría creer que si se levanta a las 4 a.m., Dios mismo le enviará un bono de productividad o, mínimo, un tinto bien cargado. Pero los estudios (inventados o no) indican que la mayoría de los madrugadores extremos pasan el resto del día bostezando y tomando decisiones equivocadas. Hay un clásico que es “No hay mal que por bien no venga”. Uno agradecería saber qué bien, exactamente, salió de tropezarse con un andén, perder el celular o elegir como novio al hombre que “solo necesitaba tiempo para encontrarse a sí mismo”. En muchos casos el único bien que viene es la frase de la tía optimista diciendo, como si fuera un mantra terapéutico, “Todo pasa por algo, mijito”. Y a veces lo único que pasa es el tiempo y no vuelve nada.
Todo lo anterior es demostración adicional de que la tal sabiduría popular deja bastante que desear.
