A nadie se le ocurriría negar que los problemas que ocasiona el cambio climático son tan preocupantes que pueden llegar hasta la dramática conclusión de la desaparición de la vida humana en el planeta. Es un hecho que debe ser afrontado y cada día hay más conciencia de los retos que hay que enfrentar para que ese cambio climático no acabe en tragedia.
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Dicho lo anterior, hay que protestar también por la forma vandálica que algunos activistas han adoptado para dejar sentada su protesta y que en muchos casos ha tenido como víctimas obras de arte importantes. Sin ir más lejos, la semana pasada La pequeña bailarina, una de las más bellas esculturas de Degas, que está en la Galería Nacional de Washington fue atacada por un par de locos (la más piadosa forma de describirlos) que embadurnaron la vitrina donde se exhibe. Ellos imitaron a otros que en Londres arrojaron latas de sopa de tomate a Los girasoles, de Van Gogh; que usaron pegante para encadenarse a un Botticelli en Florencia y que en varios museos del mundo atacaron, entre otras, obras de Picasso, Monet y otros grandes pintores.
Ese vandalismo que se está poniendo de moda para defender ideas sanas o aventuradas —no importa cuáles sean— son un ataque odioso a las grandes herencias de la humanidad. No se ve qué culpa tengan Degas o Leonardo en el cambio climático para que los traten de destruir de esa manera, pero no cabe duda de que la labor de esos salvajes lo que logra es hacer olvidar el problema principal. Esa tendencia debería ser atacada de inmediato por autoridades sensatas para mostrar que eso no solo no conduce a ninguna parte, sino que es contraproducente ya que acaba con lo que, en últimas, nos pertenece a todos. A fin de cuentas, para muchos un Botticelli tiene tanta importancia como el cambio climático.