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Gustav Mahler dijo al oír Salomé, de Ricardo Strauss, “estoy firmemente convencido de que es una de las grandes obras maestras de nuestro tiempo”. Ahora, más de un siglo después, se estrenó en el Teatro Santo Domingo en versión que en muchos aspectos fue algo de gran mérito.
Musicalmente, la firme dirección de Josep Caballé Domenech al frente de una excelente Filarmónica de Bogotá, y con un grupo de cantantes que estuvo a la altura de la difícil ópera, hizo que ese estreno fuera digno de elogio. La Salomé de Gun-Brit Barkmin tuvo no sólo la resistencia requerida por el papel, sino también una compenetración dramática con éste. El Yokanaan de Iain Paterson mostró la dignidad mezclada con fanatismo de su personaje, mientras que Micaela Martins y Richard Berkeley, como Herodías y Herodes, supieron dar a sus personajes el tono cómico que en el fondo tienen. El resto del reparto, con mayoría de cantantes colombianos, estuvo a la altura de las necesidades, con un Narrabot de César Gutiérrez muy bien llevado y el resto de judíos, nazarenos y soldados más que adecuados.
En el aspecto dramático, me pareció muy interesante y de buen augurio la declaración que hizo en un reportaje a este diario el director escénico Joan Antón Rechi, cuando dijo que “yo me atrevería a decir que Salomé es una obra maestra porque yo no le quitaría ni le añadiría nada”. En general, Rechi estuvo a la altura de su palabra, excepto en los momentos finales, donde se apartó del deseo de Wilde y no mostró la cabeza del Bautista (como querían el autor, la Biblia y, desde luego, Salomé), sino al Bautista completo. Eso se podría interpretar como la imaginación de Salomé, que por fin conseguía su capricho del momento, pero ver la cabeza de Yokanaan sobre una bandeja de plata a la que Salomé canta sus impresionantes diatribas finales es mucho más dramático. Tampoco en esta versión Salomé es masacrada por los soldados cuando Herodes así lo ordena, sino que ella se suicida, lo cual va contra la psicología de ese detestable personaje, caprichoso, consentido y acostumbrado a salirse con la suya, que es la princesa de Judea. El anacronismo de los personajes con vestidos contemporáneos no molestó, aunque sí podría preguntarse si eso contribuye a que la obra se entienda mejor o si ayuda a una nueva visión de los deseos de los creadores o si es lógico. En últimas, la obra claramente está situada en tiempos de Cristo, cuando salvo un milagro no había ametralladoras. En otras secciones hubo soluciones bien traídas, como la de la danza de los siete velos, hecha con proyecciones y el doblaje de judíos y nazarenos (quienes normalmente no serían invitados a manteles por el tetrarca de Judea) como comensales de la cena.
El resultado total fue satisfactorio y confirmó lo que tantas veces he afirmado, que se puede hacer una presentación novedosa de una ópera sin necesidad de traicionar los deseos de su creador, así en ésta hubiera los leves cambios comentados.
