Uno puede estar en una reunión importante, o estar leyendo un libro, o comiendo algunas de las comidas diarias, o escuchando música o simplemente descansando cuando suena el teléfono y una voz meliflua pregunta que cómo está uno, que cómo se siente y, a pesar de que trata de pedir identificación a la persona que llama, ella sigue adelante como si nada. Se trata de ofrecer algún producto o servicio (los bancos son particularmente culpables de esto) y es evidente que están leyendo de algún texto escrito, ya que la oferta la hacen sin interrupciones y en voz algo monótona. Algunos impacientes insultan al inocente empleado o simplemente tiran el teléfono, pero eso no impide que poco después, en forma persistente, llamen de nuevo.
Esta invasión al tiempo de una persona la llaman telemercadeo y deben tener algún éxito, ya que las llamadas siguen llegando con una frecuencia odiosa. No sé la razón por la cual esos telemercaderes consideran que tienen el derecho de apropiarse, sin ninguna invitación, del tiempo ajeno y la falta de respeto que esto implica, cuando interrumpen alguna actividad que la víctima está desarrollando, usualmente se vuelve contra el producto o servicio ofrecido ya que uno se promete que jamás lo usará.
En otros países existen leyes que permiten a los propietarios de teléfonos cerrar la posibilidad de recibir llamadas de telemercadeo. Alguna legislación similar en nuestro país se hace cada día más necesaria ya que estas invasiones a la privacidad se multiplican y no parece que haya, por el momento, solución concreta para que el usuario se proteja. Ojalá alguien se apiade de las víctimas y aquí también uno pueda librarse, si lo desea, de esa forma absurda de hacer publicidad.