El presidente Santos inauguraba su segundo mandato en 2014 con un precio de $1.900 por dólar. Cuando el presidente Duque tomó la posta, cuatro años después, había que dar $1.000 adicionales para comprar un dólar. Hoy, a pocos días de entregar su mando, hay que bajarse de $4.500 para acceder al mismo billete.
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El presidente Santos inauguraba su segundo mandato en 2014 con un precio de $1.900 por dólar. Cuando el presidente Duque tomó la posta, cuatro años después, había que dar $1.000 adicionales para comprar un dólar. Hoy, a pocos días de entregar su mando, hay que bajarse de $4.500 para acceder al mismo billete.
Al margen de las causas hay un hecho transversal a los saltos devaluacionistas de la última década: el Banco de la República no ha peleado contra el debilitamiento de nuestra moneda.
El dogma de dejar que el mercado se encargue de ese precio parece afincado con fuerza en el emisor. No es el propósito de esta columna criticar ese inmovilismo. Entiendo el cansancio que dejaron las batallas perdidas contra la devaluación a finales del siglo pasado, las dudas sobre la efectividad de emprender esas peleas, la comodidad de ver ese precio desde las barreras sin saltar a la arena a torearlo.
Pero si ante episodios que nos llevaron, en menos de una década, de $1.900 a $4.500 por dólar, la aproximación del emisor pasa por el “deje así”, la pregunta que surge es qué hacer con las reservas internacionales que administra el Banco, que potencialmente se habrían podido usar en caso de no querer “dejar así”.
El Banco administra US$57.000 millones en reservas internacionales, más de $250 billones. El criterio de inversión de esos activos es extremadamente conservador: están invertidos en títulos muy líquidos, de muy corto plazo, casi todos en bonos de deuda de un puñado de países. El resultado de esa estrategia es un muy bajo rendimiento: el último informe de administración de reservas del emisor reporta un rendimiento anualizado durante la última década del 1,1 %.
Si no usamos esas reservas en los episodios que más que duplicaron la tasa de cambio en ocho años, no tiene ninguna lógica tenerlas invertidas de manera tan conservadora. A todos nos convendría que las utilidades del emisor fueran en promedio más gordas: cada peso de esas utilidades tiene el mismo destino que uno que sale de nuestros bolsillos para pagar impuestos.
Invertirlas de manera menos conservadora requiere una tolerancia a las pérdidas: los mayores rendimientos de largo plazo vendrían de la mano con mayores volatilidades en el camino. Haría bien el emisor en promover un pacto con el Gobierno y el Congreso que plantee ese propósito común. Sin un apoyo explícito del Gobierno y el Congreso, el Banco difícilmente se moverá hacia allí: a la primera ronda en la que las volatilidades del mercado se reflejen en malos resultados financieros de corto plazo, sería emplazado a responder (como lo fue por parte del entonces senador Petro cuando en 2008 se quebró Lehman Brothers).
Sin ese acuerdo, seguiremos sin usar el arsenal de reservas —el “deje así” ante el debilitamiento del peso— y con muy bajos rendimientos promedio de las reservas internacionales —el “deje así”— en cómo las invertimos. Puede tener sentido “dejar así” en uno de esos frentes, pero no en ambos.
@mahofste