El Puente de los Suspiros

Marc Hofstetter
18 de enero de 2020 - 02:52 a. m.

El primer capítulo de esta historia tiene vagones de dolor, destrucción familiar, destierro e injusticia. Vienen tirados a todo vapor por la locomotora de la ignorancia y de prejuicios ancestrales. Se trata de una política colombiana, aplicada de manera similar en otros países, que excluyó de la vida nacional y cercenó completamente las libertades a algunos individuos ungidos de una manera particular por la lotería de la vida. Para ser precisos, entre 1871 y 1950, el gobierno impuso el aislamiento de esos individuos enviándolos a algunos pueblos-prisión hasta su muerte. Allí no podrían recibir la visita de familiares o seres queridos, ni contar con servicios estatales. Solo encontrarían a otros colegas de infortunio, miles en los momentos de mayor apogeo de la horrible práctica, y algunos médicos y religiosos. La entrada a esos confines venía, literalmente, acompañada de la pérdida de la ciudadanía. Perenne.

Los que terminaron en ese confinamiento perpetuo no cometieron ningún crimen. Lo único que los distinguía del resto de habitantes del país es que pertenecían a una minoría rechazada, aquella que había sido diagnosticada con lepra, una enfermedad que en estado avanzado causa evidentes deformidades físicas. Los médicos de la época, choferes de la locomotora de marras, promovieron la legislación que determinó ese destino a cuanto leproso diagnosticaban. La creencia médica, falsa a la luz de lo que sabemos hoy, era que la lepra era incurable, mortal y muy contagiosa. Así, durante ocho décadas, miles de ciudadanos dejaron de serlo.

El más famoso de estos campos en Colombia es el pueblo de Agua de Dios, en el suroccidente de Cundinamarca. Para acceder allí los enfermos eran conducidos a través del Puente de los Suspiros, sobre el río Bogotá, donde se despedían definitivamente de sus seres queridos. Al otro lado del puente, la bienvenida incluía un baño forzado con mangueras de alta presión para desinfectarlos. Al mejor estilo de los campos de concentración, los condenados también fueron sujetos de experimentaciones médicas.

El segundo capítulo de esta historia nos devuelve al presente de la mano de una fascinante investigación que presentó esta semana en la Universidad de los Andes Diego Ramos, de la Universidad de Brown. Diego se pregunta por las huellas que pueden haber dejado estas experiencias de vida sobre los descendientes de esos condenados. Un minucioso trabajo de campo le permite comparar a habitantes de la región que tuvieron ancestros condenados con otros que no. Encuentra varias dimensiones en las que el comportamiento de esos dos grupos es distinto. Destaco dos. Por un lado, los nietos y bisnietos de los condenados son individuos que desconfían de la medicina moderna y actúan en consecuencia. Ocho décadas después de abolida la práctica del confinamiento, persiste la animadversión hacia la profesión que obró de verdugo de sus ancestros. Por otro lado, son significativamente más altruistas que otros habitantes sin ancestros leprosos: un buen motivo para visitar el puente y darles a los suspiros una connotación de esperanza, una que no tuvieron esos ancestros.

@mahofste

 

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