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La semana que termina ha sido muy dolorosa para Colombia. El asesinato de Miguel Uribe, senador y candidato presidencial, ha conmovido al país y ha traído, a quienes ya pisábamos estas tierras en los años 80, la sensación de un fracaso colectivo, de una sociedad que vuelve a pisar las minas que nos sacudieron hace más de tres décadas. Tragedias colectivas como esta son un efectivo termómetro de sus líderes. Y esta en particular resultó un gran termómetro para medir la pequeñez de los dos liderazgos más importantes en la actualidad.
Comienzo por el presidente. A él, siempre presto trinar sobre lo divino y lo humano en caliente, le tomó ocho horas reaccionar a la muerte de Miguel Uribe. ¡Ocho horas! Cuando se requería un abrazo nacional inmediato, nos envió un largo y estruendoso silencio. A la tardanza impresentable se le sumó una frase insólita en su reacción, una que en pocas palabras deja claro su talante sectario, una que evidencia que ni siquiera en esas circunstancias logra ver el país como un conjunto y no como un campo de batalla; como un escenario lleno de enemigos, no de contradictores. Dijo el presidente, traicionado por su subconsciente en su tardía reacción: “Nos duele la muerte de Miguel, como si fuera de los nuestros”. ¿Cómo si fuera? ¿En modo subjuntivo imperfecto? ¿No era Miguel de los nuestros? ¿Quién era? ¿Un alienígena?
Sigo con el líder de la otra orilla política, que no se quedó atrás. Desde su prisión domiciliaria, el expresidente Uribe, carcomido por un rencor personal contra el expresidente Santos, tampoco fue capaz de entender el momento. El expresidente (Santos) había asistido (¡cómo no!) a la velación del senador asesinado sin importar, parafraseando a Petro, si era de los nuestros o no. Viendo la presencia de Santos en las honras fúnebres, Uribe trinó: “No sea hipócrita que usted le devolvió el narcotráfico y el poder de asesinar a los criminales. No llore por Miguel que usted tiene bastante culpa”. Al igual que Petro, concibe el país como un campo de batalla plagado enemigos personales que ni siendo expresidentes tendrían el derecho a asistir a unas honras fúnebres de un senador asesinado.
La pequeñez de nuestros dos líderes más importantes tiene consecuencias. La narrativa presidencial se refleja, por ejemplo, en el tono usado por miembros del Gobierno, empezando por su secretario, quien, en lugar de asumir la responsabilidad por no haber cuidado bien a un miembro de la oposición, terminó justificado su muerte con el argumento de que la política tiene riesgos. Del lado de Uribe, su rencor se volvió institucional y en la cuenta oficial de su partido replicaron sus mensajes, publicaron otros similares y varios de sus miembros dieron declaraciones en la misma línea.
Ojalá el próximo gobernante y buena parte del próximo Congreso salgan de toldas alejadas de estos rencores ancestrales que, ya está visto, ni la muerte separa. Los problemas de Colombia requieren una construcción amplia de consensos que no parece posible alcanzar bajo el paraguas de tanta pequeñez.
