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Los primeros desorientados frente a los resultados del encuentro entre los presidentes Petro y Biden son los voceros de la ultraderecha, que apostaron a generar mayores conflictividades; no logran entender los determinantes de la política exterior del nuevo orden mundial en disputada construcción. Cuando Biden habla de Colombia como el principal aliado en el sur del continente, está recordando las siete bases militares con presencia de personal estadounidense —más la que quieren instalar en Gorgona— que generan lazos de dependencia nada despreciables.
La clave pasa por entender la diferencia entre el proyecto Biden y el que encabeza Trump. Mientras que el primero apuesta por un globalismo financiero hegemónico que le permita contener el avance económico y político de China, el segundo representa el proteccionismo transnacionalizado y fascistoide, que no tiene como prioridad trasladar tropas ni tecnologías productivas fuera de su país. Con Biden están Soros y Gates, financiadores de la cuarta revolución industrial, supuestamente controladora de la desigualdad social y el cambio climático a partir de biotecnologías e inteligencia artificial. Con Trump confluyen las fuerzas más tradicionales de la industria basada en los hidrocarburos, que no se niegan a los carros eléctricos e hidrógenos verdes siempre que alimenten su control monopólico del mercado. Ambos tienen muchos intereses comunes en la política internacional y nacional, pero los procesan con ritmos y prioridades distintas, en particular respecto a la estrategia de dominación.
El trumpismo recogió algunas tropas regadas por el mundo por ser un gasto improductivo, se retiró de todos los nominales acuerdos globales para frenar el cambio climático y aumentó el bloqueo a Cuba y Venezuela como parte de la agresión contra los gobiernos progresistas del continente. Al mismo tiempo, instalaba en su nación una regresión en los pocos derechos económicos, sociales y culturales garantizados por el Estado, acompañada de ayudas asistencialistas. Por su parte, el globalismo prefiere retirarse derrotado del “poco rentable” y destruido Afganistán, al tiempo que prioriza fortalecer la OTAN para controlar a Rusia y doblegar a Europa, con el costo de destruir a Ucrania. Mantiene las sanciones a Cuba y no olvida a su protegido Taiwán como freno al dominio regional de China.
Que el diablo escoja, si bien la táctica para afrontar cada una de estas estrategias no puede ser igual. El garrote de Trump es más evidente que la zanahoria contaminada de efecto retardado de Biden, pero ambos buscan lo mismo en términos de subordinación al desprestigiado modelo neoliberal que imponen. Mientras Trump desprecia groseramente a su patio trasero, Biden entiende que debe mantener las habitaciones secundarias en un orden controlable —en particular por el peso que sus migrantes tienen en el ya iniciado proceso electoral— para así poder centrar sus esfuerzos en sostener la guerra de Ucrania, mientras que Xi Jinping se posiciona como negociador. En ese escenario fue acertada la convocatoria de sentar al Gobierno Biden a negociar procesos que respeten la Constitución de Venezuela y levanten los bloqueos impuestos, por fuera de escenarios bastante degradados como la OEA.
El “saldo pedagógico” de esta estrategia del Gobierno Petro-Márquez promueve la construcción de un liderazgo internacional colectivo latinoamericano y caribeño hacia una integración política, económica y ambiental horizontal, sin interferencias imperiales, que de paso aporte a la aprobación de las reformas en curso. En conjunto, es una negociación de “tigre con burro amarrado”, en la que el tigre no es de papel, pero está condicionado por una opinión pública interna que rechaza la inflación generada por la guerra, y el burro —que no es burro y son muchos— representa a pueblos indignados por la continuidad de las desigualdades y de las emisiones de gases efecto invernadero.
