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Los impactos generados por el invierno prolongado, producto de la crisis climática, afectan a casi un millón de personas en Colombia —la mayoría de escasos recursos— y generan graves problemas, comenzando por la inseguridad alimentaria. Frente a un posible encadenamiento de conflictos territoriales por falta de atención estatal, es loable la rápida decisión del Gobierno nacional de priorizar una gran cantidad de recursos para atención de urgencia por medio de las unidades de prevención y mitigación del riesgo, que incluye garantías a la seguridad alimentaria. En la implementación de esa compleja dinámica es importante tener claro que la asistencia de emergencia puede y debe ir unida, paralelamente, a la mirada estratégica de fortalecimiento de ese tejido colectivo solidario que siempre se crea en estas situaciones catastróficas, en las que tanto las afectaciones como las soluciones son necesariamente colectivas. Esta doble velocidad permite aumentar la eficiencia y eficacia de las ayudas de emergencia, al mismo tiempo que siembra raíces para superar su carácter transitorio y convertirlas en procesos permanentes donde prevalezca la protección de los equilibrios ecosistémicos en sus territorios y el autocuidado de las comunidades organizadas.
Se trata de ayudas y apoyos monetarios que deben estar blindados frente a todo uso politiquero o clientelista de las autoridades locales, en particular cuando ya comenzaron las campañas electorales. No es tampoco el contexto para realizar talleres de formación ni grandes discursos sobre el buen vivir, pero sí la oportunidad para fortalecer el funcionamiento democrático de las juntas de acción comunal y de sus asambleas de residentes, así como el de toda organización social y cultural comunitaria que exista en cada territorio. Son ellas las que deben organizar la priorización de los damnificados por su grado de vulnerabilidad, así como la elaboración y distribución de los alimentos. Y también las que, sin necesariamente manejar los recursos, definan sus destinaciones específicas y controlen su correcta asignación sin privilegios ni corrupciones, comenzando por decidir que sean productores locales quienes provean los insumos básicos.
Para lograr este escenario se ha acudido inteligentemente a la figura de la olla comunitaria, la cual fue retomada por los jóvenes en el reciente paro nacional y convertida en el punto de encuentro reflexivo, solidario y cultural, que permitía a esos jóvenes y mujeres indignados acceder a “los tres golpes” —desayuno, almuerzo y cena— que no existían en sus hogares. Contaron y aún cuentan con huertas y el apoyo material de los vecinos, oenegés, sindicatos y comerciantes de sus barrios y veredas, y eran sus padres y madres quienes les enseñaban a manejarlas y cocinar.
Se anuncia que las casi 600 ollas que se están instalando serán administradas por las juntas de acción comunal, buscando crear espacios y gestiones sociales autónomos que permitan convertirlas en asistencias transformadoras de su realidad. Función que será coordinada por las autoridades indígenas, afrodescendientes y raizales cuando se realicen en sus territorios. Así, se intenta superar las tradicionales rutas de asistencias asistencialistas del Estado, poco eficaces pues requieren complejos procesos en los que se planean grandes programas alimentarios con altos gastos en infraestructura, nóminas y arriendos, y no pocas veces corrupción en la compra de insumos.
La democracia participativa directa deberá ser el medio para que este importante y novedoso esfuerzo gubernamental logre los resultados inmediatos requeridos. Siempre vinculada a su horizonte estratégico de fortalecimiento de sujetos colectivos de derecho, que serán imprescindibles cuando toque abordar los problemas y conflictos que anuncian las reformas a la salud, la educación, al ordenamiento territorial y todas las batallas de la construcción de paz.
