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¿Adiós a Occidente?

Marcos Peckel

02 de abril de 2025 - 12:05 a. m.

Occidente, esa palabreja de múltiples orígenes históricos, evoca una región geopolítica, que no geográfica ni cardinal; una cultura pluralista, igualitaria y libertina, cuna del capitalismo y del comunismo, de los derechos humanos y del ciudadano, de las libertades individuales y del libre albedrio. Ese Occidente, al que hacemos referencia cuando hablamos de países democráticos, libres, anclados a Estados Unidos, pareciera estar llegando a una encrucijada al final de cuyos brazos no hay sino incertidumbre.

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Los primeros anuncios y acciones del presidente Trump en apenas dos meses de gobierno cuestionan seriamente el futuro de Occidente como bastión del orden mundial creado tras la Segunda Guerra y de la Alianza Atlántica como su brazo armado. Por el contrario, todo apunta a una degradación del sistema internacional basado en normas y a un periodo de hegemonía iliberal americana en la que la misma potencia que creó el orden mundial lo deshace para favorecer sus renovados intereses en los que los términos derechos humanos, democracia, libre comercio y cambio climático brillan por su ausencia.

La política aislacionista de Trump no es nueva en la historia. George Washington había manifestado que lo mejor para Estados Unidos era no establecer alianzas permanentes pues estas desvían la atención de los temas domésticos. Más de un siglo después, durante la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos, bajo Woodrow Wilson, buscó no involucrarse en la conflagración, hasta que lo hizo, casi al final, en diciembre de 1917, cuando Alemania, tras la “guerra de los submarinos” y su acercamiento a México, fue percibida como una amenaza a Estados Unidos. Terminada la guerra y a pesar de haber sido el autor de la idea de crear la Liga de las Naciones, Estados Unidos nunca hizo parte de esa primera organización global.

Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos abandonó el aislamiento, creando un orden en el que era gran beneficiario, incluyendo Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad, Bretton Woods, GATT y la OTAN, alianza militar en el que Washington se hacía responsable a una alto costo de la seguridad de Europa y del Pacifico. El final de la Guerra Fría, el “triunfo” de Occidente, les dio la razón a aquellos que argumentaban que Estados Unidos debía ser el líder del mundo libre cueste lo que cueste, interviniendo donde fuese necesario. Vinieron entonces las destrozas guerras en Afganistán e Irak, ambas derrotas estratégicas, sumadas a la globalización económica que significó la pérdida de millones de empleos productivos, lo que generó una vez más posturas excepcionalistas y aislacionistas en la opinión pública americana que ya no ve ningún beneficio en “organizar el mundo”; por el contrario, no a Occidente, sí a “America First”. Se cierra el paréntesis del involucramiento global.

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En la turbulenta geopolítica actual, caracterizada por competencia entre potencias, falta de consensos en asuntos básicos de la agenda global, inoperancia de las instituciones internacionales, polarización política en sociedades democráticas, clases medias que han perdido su zona de confort, nacionalismos y políticas de identidad desaforados, migración, desigualdad tecnológica, protagonismo geopolítico de las grandes empresas tecnológicas y de actores no estatales, fragilidad de los Estados e incapacidad de responder a las crecientes demandas de sus ciudadanos y retorno de las guerras entre Estados, Washington mira para adentro abandonando en el proceso su rol de liderazgo global y de paso a sus más cercanos aliados. ¿Para qué sirve Occidente? Solo acarrea costos y ningún beneficio es aparentemente la visión que prevalece en la actual administración.

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Sin embargo, es temprano aún para aplicarle los santos oleos a Occidente como bloque geopolítico pues el bumerang del aislacionismo puede retornar con fuerza y golpear a su mentor.

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