Aunque ha existido de diversas maneras desde siempre, es quizás en este siglo que la diplomacia científica ha adquirido inusitada importancia y un lugar privilegiado en la agenda internacional, con una alta visibilidad en estos tiempos de pandemia. Los Estados buscan, a través de la ciencia y la tecnología, promover sus objetivos diplomáticos, fortalecer relaciones, mitigar efectos negativos de políticas impopulares, potenciar su poder blando, adquirir conocimiento y romper tabús y prejuicios entre naciones. La diplomacia científica se une a otras modalidades, como la deportiva, cultural, militar y comercial, para extender la diplomacia más allá de los diplomáticos tradicionales de corbata y coctel.
Durante la Guerra Fría, a pesar de las fricciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética, hubo colaboración científica en varios ámbitos. La carrera por la conquista del espacio no impidió que ambos países construyeran la estación espacial internacional y además cooperaran en el espinoso tema de armas nucleares para evitar su proliferación. De igual manera, una generación de estudiantes chinos adquirió conocimientos científicos en universidades de Estados Unidos a finales del siglo pasado, algo quizás impensable en el actual entorno geopolítico. Europa ha sido muy generoso en su diplomacia científica, compartiendo su considerable liderazgo en ciencias básicas con varios países, sin importar su régimen, como se manifiesta en la amplia participación internacional en el reactor CERN, en Suiza.
En instancias donde la geopolítica no lo permite, ciudadanos y organismos privados promueven encuentros entre científicos de diversas nacionalidades, incluso entre países en conflicto. Cuba y Estados Unidos han colaborado en temas relacionados con el mar y las enfermedades tropicales. El proyecto SESAME, auspiciado por la UNESCO, dedicado al estudio de partículas, ubicado en Jordania, cuenta entre sus fundadores a países enemigos como Irán, Israel, Palestina y Pakistán. Estados Unidos, a través de su connotada Asociación Americana para el Avance la de la Ciencia (AAAS), ha colaborado con Corea del Norte en investigación vulcanológica. Actualmente, varios Estados cuentan con consejeros en ciencia y tecnología en sus ministerios de Relaciones Exteriores. Es evidente que las potencias científicas no comparten todo y se guardan el derecho a monopolizar el conocimiento en materias que consideran esenciales para su seguridad nacional o para preservar ventajas competitivas.
La agenda global de colaboración científica en la actualidad es muy amplia, incluye, entre otros, el cambio climático, el combate a epidemias, el impacto social de las tecnologías de información, la agricultura eficiente, la seguridad alimentaria, el agua, las energías renovables, la ciberseguridad, el desarrollo sostenible, la degradación ambiental y el espacio.
La diplomacia científica se ha convertido en una herramienta diplomática esencial para países distintos a las potencias tradicionales del primer mundo, teniendo a Israel, India, Brasil y Corea del Sur, quizás, como los principales exponentes de la misma. Por ejemplo, los avances científicos y tecnológicos le han permitido a Israel desarrollar vínculos con gran cantidad de países, incluso con aquellos con los que no mantiene relacionamiento diplomático formal.
Quizás, la diplomacia científica no impida guerras y conflictos, pero en la tercera década del tercer milenio juega un rol clave en hermanar a pueblos y naciones.