En el caleidoscopio de minorías que pueblan el Medio Oriente, los drusos son quizás una de las más incomprendidas, por sus creencias y tradiciones, muchas de las cuales mantienen en secreto. De origen étnico árabe, los drusos, cuyo origen data del siglo XI, escindidos de una de las ramas del islam, son monoteístas, han adoptado creencias del cristianismo, judaísmo e hinduismo y no son proselitistas. Con una población estimada en alrededor de un millón de almas, están dispersos principalmente en Siria, Líbano, Israel y Jordania.
En el complejo y volátil tablero geopolítico de Medio Oriente, los drusos no son ajenos a las turbulencias que azotan la región. Esta comunidad, que ha sobrevivido durante siglos a través de la adaptación y la discreción, se encuentra ahora en el ojo del huracán, en medio de conflictos sectarios y políticos que sacuden a países como Siria y Líbano. En la era del Estado-nación, los drusos han mantenido la postura de ser leales a los países en los cuales habitan y evitar entrar en conflictos con los gobernantes o con sus conciudadanos.
En Líbano, los drusos, poco más de un 5 % de la población, concentrados geográficamente en las montañas de Chouf, han jugado un papel significativo en la política libanesa y, durante los años de la guerra civil —1975-1989—, se alinearon con las fuerzas anticristianas. Actualmente, tras la derrota estratégica de Hezbollah a manos de Israel el año anterior, Líbano entró a una fase crítica de su historia, entre la reconstrucción del país o volver a caer en las garras de Hezbollah e Irán. En este contexto, los drusos juegan un rol esencial, buscando lo primero y evitando lo segundo.
Los drusos en Israel, unos 200 mil, son una minoría con todos los derechos civiles y religiosos e integrados a la sociedad israelí. Prestan servicio militar y han sobresalido en altas dignidades del Estado.
En Siria, donde reside la mayor concentración de drusos, unos 700 mil, la guerra civil comenzada en 2011 y terminada, por ahora, a finales del año anterior, expuso su vulnerabilidad. Desde la caída de Assad en manos del grupo HTS, otrora de ideología islamista radical sunita aliada con el Estado Islámico, la situación de los drusos, al igual que la de otras minorías como los cristianos, kurdos y alauitas, se ha tornado dramática.
Los temores no son infundados. La pasada semana, tribus árabes beduinas, militantes de ISIS y efectivos del nuevo ejército sirio irrumpieron en la población de Sweida, al sur de Siria en la frontera con Israel, con el objetivo de exterminar a su población drusa. Centenares fueron masacrados, sus ancianos humillados cortándoles el bigote, distintivo de dignidad, los hospitales y las morgues no daban abasto. Una masacre genocida similar a la que sufrieron las yazidíes en Irak en 2014 a manos de ISIS y la que sufrió Israel el 7 de octubre de 2023 a manos de Hamás, lo que dio origen a la actual guerra en Gaza. Ataques genocidas de organizaciones radicales islámicas que no aceptan la existencia de “otros” en el Medio Oriente.
Los yazidíes, que profesan la religión zoroastriana, no tuvieron quien los defendiera sino hasta demasiado tarde. Miles de hombres asesinados, decapitados, quemados vivos y miles de mujeres y niñas vendidas como esclavas sexuales en los mercados de Raqqa, la capital del “califato” de ISIS. Su sociedad destruida.
Los drusos, por el contrario, contaron con la protección única del Estado de Israel, que salvó a la etnia de su aniquilación en Sweida y otros lugares. Las Fuerzas Armadas de Israel enfrentaron a los atacantes y los hicieron huir antes de que una frágil tregua fuera arreglada por Estados Unidos. Israel ha advertido que no tolerará ataques a los drusos, vengan de donde vengan.
La llamada comunidad internacional, los defensores de los derechos humanos, los progre-yihadistas y demás especímenes, por su lado, guardaron silencio ante lo ocurrido en Sweida. Para nada sorprende.
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