Es muy sencillo y no da lugar a interpretaciones: Israel no ha cometido genocidio en Gaza. Fue una guerra que Israel no empezó ni quiso.
Reconfortantes las imágenes de ayer de los últimos 20 rehenes israelíes vivos —de los 250 secuestrados hace dos años— saliendo a su libertad. Otros 28, asesinados en cautiverio, regresarán en ataúdes. Con esa liberación termina la guerra que pudo haberse acabado hace meses si los rehenes hubieran sido liberados, algo que Hamás nunca consintió, pues esa organización islamista radical se nutre del sufrimiento de su propio pueblo.
No se puede olvidar ni por un momento cómo comenzó este trágico capítulo, el más sangriento en este centenario conflicto. Fue una brutal masacre perpetrada por miles de terroristas de Hamás que penetraron desde Gaza a territorio soberano de Israel para asesinar a cuanto ser humano se les atravesara. Mil doscientas personas fueron masacradas y 250 fueron secuestradas. A Israel le asiste el derecho a la legítima defensa, máxime cuando los líderes de Hamás han reiterado en repetidas ocasiones que el 7 de octubre será repetido una y otra vez hasta aniquilar al Estado judío. El deber de Israel con sus ciudadanos y habitantes es evitar que esto ocurra.
Ha sido una guerra cruenta que se prolongó por dos años debido, entre otras cosas, a que Israel hizo grandes esfuerzos para evitar la muerte de civiles. Si Israel hubiera atacado de manera indiscriminada, esto se habría acabado en semanas. No se debe olvidar que Hamás convirtió la franja de Gaza en una red de guaridas terroristas, incluyendo hospitales, mezquitas, escuelas y barrios residenciales, en abierta violación del derecho internacional humanitario. Antes de iniciar cualquier ofensiva, como la última en la ciudad de Gaza, Israel permitió que los habitantes evacuaran antes de atacar. Igualmente, facilitó la entrada masiva de ayuda humanitaria, lo que va en contravía de cualquier intención genocida.
El enemigo de Israel no es el pueblo palestino. Israel lucha contra una organización —esa sí genocida, tal como reza su carta fundacional— que gobierna de manera ilegal la franja de Gaza y que se mimetiza en la población civil, a la que utiliza como escudo humano para luego acusar a Israel de su muerte. Todas las guerras, especialmente las que se libran contra actores no estatales, dejan un alto número de víctimas civiles, pero eso no las convierte en genocidio. Además, las cifras del supuesto “ministerio de salud” de Gaza no diferencian combatientes de civiles.
Israel no tiene la intención de eliminar al pueblo palestino. Por el contrario, ha negociado acuerdos de paz en diversas ocasiones, estrellándose siempre con el rechazo palestino a cualquier convivencia pacífica.
El desarme de Hamás y su no participación en el gobierno de la franja han sido exigencias de Israel desde el comienzo de la actual guerra y están consignadas en la segunda fase del plan de Trump, que tiene como garantes a Turquía, Catar y Egipto, países con ascendencia sobre Hamás. De cumplirse estas condiciones, el mayor beneficiario será la población palestina de Gaza, que ha sufrido durante 20 años el yugo de Hamás y que por fin podrá comenzar a tener esperanza de un futuro.
¿Qué hay entonces detrás de la acusación de genocidio blandida por gobiernos —especialmente de izquierda—, organismos multilaterales y centros académicos? Una evidente intención de dañar a Israel, de justificar el odio a los judíos y al Estado judío usando una espuria acusación “moralmente correcta”; una acusación para justificar violencia contra ciudadanos de Israel y contra comunidades judías, y para deslegitimar al único Estado judío del planeta. La aceptación por parte de Israel de la propuesta de Trump y el fin de la guerra defenestran esas acusaciones. El odio, lamentablemente, seguirá.
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