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Nuestro tiempo

Marcos Peckel

29 de octubre de 2025 - 12:05 a. m.

Jerusalem. “Yo, Pablo, obispo de la Iglesia católica”. Así, el 28 de octubre de 1965 rubricaba Pablo VI la declaración Nostra Aetate, uno de los documentos seminales del Concilio Vaticano II, que replanteaba las relaciones entre la Iglesia católica y las confesiones religiosas no cristianas, particularmente el judaísmo.

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Fue en las colinas de la Galilea, en los desiertos de Judea y en Jerusalem donde Yoshua y sus apóstoles forjaban la nueva fe y fue tras el Concilio de Jerusalem hacia el año 50 a. D. que los primeros cristianos decidían alejarse de las costumbres y tradiciones de sus ancestros hebreos, dando origen a dos mil años de una turbulenta relación entre ambos cultos, entre padre e hijo.

Una vez establecida como la religión oficial del Imperio romano tras la conversión de Constantino (edicto de Milán) y el edicto de Tesalónica promulgado por Teodosio, varios de los concilios de la Iglesia dedicaron debates a la “cuestión judía”. El concilio ecuménico de Nicea y el concilio de Elvira en el siglo IV emitieron los primeros decretos canónicos en los que se comenzaba a marginar a los judíos de la naciente civilización cristiana señalándolos como enemigos de la Iglesia. Durante los años posteriores se enquistó la infame acusación de Deicidio, aunque nunca de manera oficial, extendida en tiempo y espacio a todos los judíos, sembrando las semillas de lo que serían las cruzadas, expulsiones, guetos, discriminación, persecuciones, la Inquisición y los líbelos de sangre, concluyendo en el siglo XX con el Holocausto.

La declaración Nostra Aetate es lo más parecido a un acto de contrición por parte de la Iglesia. Cinco años demoró la elaboración final del texto en el que participaron eruditos católicos y judíos; cada palabra, cada coma fue cuidadosamente estudiada. El articulado final no satisfizo a todos, para unos la Iglesia fue demasiado lejos, para otros se quedó corta. Nostra Aetate desmontaba la acusación colectiva de Deicidio, reconocía los orígenes judíos de los padres de la Iglesia y de la Virgen María, reivindicaba el Antiguo Testamento y “reprobaba” las persecuciones a los judíos. Una nueva era comenzaba una vez el sumo pontífice, “Yo, Pablo”, suscribía las 1800 palabras contenidas en la declaración.

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Nostra Aetate “deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos”. Un torrente de hechos ha ocurrido desde entonces. En 1974 se crea en el Vaticano la “Comisión para las relaciones entre judíos y católicos”, cuyo primer documento condena irrestrictamente el antisemitismo, considerándolo “contrario a las enseñanzas de la Iglesia”. En 1988 la comisión pontificia “Justicia y Paz”, en un escrito sobre racismo indica que “el antisemitismo es la más perniciosa forma de racismo que llevó al Holocausto y que desafortunadamente no ha desaparecido”. En 1986 Juan Pablo II visitó la Sinagoga de Roma y declaró: “Los judíos son nuestros hermanos mayores” y agregó que la Iglesia “ha pedido perdón por su responsabilidad relacionada de algún modo con las heridas del antijudaísmo y del antisemitismo”. En 1993 la Santa Sede estableció relaciones diplomáticas con el Estado de Israel y los sumos pontífices han visitado esta ciudad desde entonces.

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Con ocasión de los 50 años de la declaración, el papa Francisco afirmaba que “el Estado de Israel tiene derecho a existir en paz, seguridad y prosperidad, agregando que “negar el derecho de Israel a existir es antisemitismo”.

Han pasado 60 años desde la promulgación de Nostra Aetate. Las hoy fraternales relaciones de hermandad y armonía entre el pueblo judío y la Iglesia católica dan fe de los trascendentales cambios desencadenados por esta declaración. Es de esperar que ante le compleja situación de la guerra en Gaza y la lamentable crisis humanitaria, estas dos religiones milenarias encuentren caminos para acercar a las partes, judíos y árabes, a una convivencia pacífica en esta región que vio nacer a las tres religiones monoteístas occidentales.

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