La primavera árabe ha dejado Estados colapsados, tiranías recargadas, guerras civiles y tragedias humanitarias de proporciones bíblicas. ¿Qué futuro tiene la región?
Hace poco más de diez años irrumpía en la escena global la primavera árabe cuyo episodio seminal sucedió en Túnez cuando un humilde vendedor ambulante se incineró ante una estación de policía después de que su carrito de venta de frutas le fuera confiscado. De la primavera no queda sino el nombre, prematuramente aplicado, y una pequeña brasa encendida en el Magreb: Túnez, su cuna. De resto la primavera ha dejado estados colapsados, tiranías recargadas, guerras civiles, tragedias humanitarias de proporciones bíblicas, centenares de miles de víctimas, radicalización religiosa, rapiña por parte de potencias regionales y una región que una vez más demuestra, excepto algunos oasis, que pareciera no tener remedio.
En Túnez, tras las protestas masivas que dieron al traste con la dictadura de Ben Ali y el subsiguiente vacío de poder, se logró evitar que el país cayera en la anarquía, gracias a un juicioso proceso constituyente, con amplia participación de la sociedad civil y diversas agrupaciones políticas, en el que primó un espíritu de concertación y búsqueda de consensos que respetaran los derechos de todos.
Tuve la ocasión en 2012 de entrevistar en Túnez para El Espectador a Sayeed Feryani, uno de los lideres del partido islamista En-Nahda, en momentos que sesionaba la asamblea nacional constituyente. Sus declaraciones expresaban el deseo de evitar romper la unidad que se había logrado con el objetivo de construir un nuevo país. “El término Sharia -ley islámica- no estará en el texto de la constitución” , me dijo, aplacando temores de sectores de la población, especialmente las mujeres, frente a una radicalización religiosa del país.
El camino de la democracia tunecina ha sido culebrero, salpicado de obstáculos y trampas. Grupos islamistas radicales buscando imponer su agenda, atentados terroristas de ISIS, aliados del antiguo poder dictatorial queriendo echar para atrás el reloj, asesinatos políticos, corrupción e inestabilidad gubernamental. Se agrega un vecindario siniestro entre Libia, el Somalia del Mediterráneo, y Argelia.
A pesar de lo anterior el informe de Freedom House de 2021, ranquea a Túnez como un país libre, el único del mundo árabe, junto con Marruecos (parcialmente libre). Sin embargo, los nubarrones nunca se disiparon , la funesta situación económica pasa factura y el contrato social post primavera hizo agua. La llegada de la democracia no cumplió en absoluto con las expectativas socioeconómicas de la población, especialmente los jóvenes, el desempleo campea y la llegada del COVID, no hizo sino empeorar una prevaleciente situación de desesperanza amen de los estragos de la misma pandemia. Una nueva generación de jóvenes se ha volcado a la calle a protestar contra el gobierno.
En ese complejo escenario se da el golpe por parte del presidente Kais Saied quien destituyó al primer ministro, asumió poderes judiciales y cerró el parlamento. Aun es temprano para determinar si se extinguió la última brasa de la primavera o si esta, mal que bien, prevalecerá.
La primavera árabe ha dejado Estados colapsados, tiranías recargadas, guerras civiles y tragedias humanitarias de proporciones bíblicas. ¿Qué futuro tiene la región?
Hace poco más de diez años irrumpía en la escena global la primavera árabe cuyo episodio seminal sucedió en Túnez cuando un humilde vendedor ambulante se incineró ante una estación de policía después de que su carrito de venta de frutas le fuera confiscado. De la primavera no queda sino el nombre, prematuramente aplicado, y una pequeña brasa encendida en el Magreb: Túnez, su cuna. De resto la primavera ha dejado estados colapsados, tiranías recargadas, guerras civiles, tragedias humanitarias de proporciones bíblicas, centenares de miles de víctimas, radicalización religiosa, rapiña por parte de potencias regionales y una región que una vez más demuestra, excepto algunos oasis, que pareciera no tener remedio.
En Túnez, tras las protestas masivas que dieron al traste con la dictadura de Ben Ali y el subsiguiente vacío de poder, se logró evitar que el país cayera en la anarquía, gracias a un juicioso proceso constituyente, con amplia participación de la sociedad civil y diversas agrupaciones políticas, en el que primó un espíritu de concertación y búsqueda de consensos que respetaran los derechos de todos.
Tuve la ocasión en 2012 de entrevistar en Túnez para El Espectador a Sayeed Feryani, uno de los lideres del partido islamista En-Nahda, en momentos que sesionaba la asamblea nacional constituyente. Sus declaraciones expresaban el deseo de evitar romper la unidad que se había logrado con el objetivo de construir un nuevo país. “El término Sharia -ley islámica- no estará en el texto de la constitución” , me dijo, aplacando temores de sectores de la población, especialmente las mujeres, frente a una radicalización religiosa del país.
El camino de la democracia tunecina ha sido culebrero, salpicado de obstáculos y trampas. Grupos islamistas radicales buscando imponer su agenda, atentados terroristas de ISIS, aliados del antiguo poder dictatorial queriendo echar para atrás el reloj, asesinatos políticos, corrupción e inestabilidad gubernamental. Se agrega un vecindario siniestro entre Libia, el Somalia del Mediterráneo, y Argelia.
A pesar de lo anterior el informe de Freedom House de 2021, ranquea a Túnez como un país libre, el único del mundo árabe, junto con Marruecos (parcialmente libre). Sin embargo, los nubarrones nunca se disiparon , la funesta situación económica pasa factura y el contrato social post primavera hizo agua. La llegada de la democracia no cumplió en absoluto con las expectativas socioeconómicas de la población, especialmente los jóvenes, el desempleo campea y la llegada del COVID, no hizo sino empeorar una prevaleciente situación de desesperanza amen de los estragos de la misma pandemia. Una nueva generación de jóvenes se ha volcado a la calle a protestar contra el gobierno.
En ese complejo escenario se da el golpe por parte del presidente Kais Saied quien destituyó al primer ministro, asumió poderes judiciales y cerró el parlamento. Aun es temprano para determinar si se extinguió la última brasa de la primavera o si esta, mal que bien, prevalecerá.