En el camino a la Presidencia, Gustavo Petro se encontró con Armando Benedetti. El candidato necesitaba votos y contactos, y el senador necesitaba protección y esos fueros que otorga el poder para sortear de la mejor forma posible las variadas investigaciones que cursan en su contra. Acordadas las necesidades y conveniencias, los dos se fueron de la mano en la aventura de campaña por el poder y romper así la historia. Solo que, para estos dos caballeros, su lanza y su armadura tenían el mismo objetivo de ganar y protegerse, pero su fin era distinto.
Para la izquierda real, la de la militancia y la eterna oposición al establecimiento, gobernar significaba una conquista de los años de lucha. Militantes que alguna vez empuñaron las armas y se consideraron los gestores de los cambios en la Constitución del 91 creyeron que la posibilidad de ganar la Presidencia consistía en hacer justicia, darles la vuelta a los privilegios que gozaron los mismos por tanto tiempo y acceder al Estado para cambiar la ecuación.
Los militantes de la izquierda han sido persistentes, no solo han esperado con paciencia alimentando sus centros de pensamiento, si se quiere, con mucha carreta, pero sin duda con mucha convicción. La alianza emocional, moral y de supervivencia entre la izquierda, sobre todo en la época armada, consistió en crear el vínculo único de conservar la vida y transitar a la democracia, y para otros era derrotar un poder establecido del que se sintieron siempre excluidos y maltratados.
Para Benedetti, en cambio, ese no era el sentimiento que lo estimulaba. Criado en cuna de oro, pensaba que Petro simplemente iba a ganar y a él eso le convenía. Un político pragmático, que ha sabido moverse en las aguas del poder, porque ahí fue criado, y que sin pudor desprecia a los pobres, los negros, los feos, los desamparados y a la misma izquierda. Benedetti se envolvió en las pieles que permite el camaleón y, acudiendo a sus grandísimas condiciones de relacionista caribe y curtido cínico de las formas, pudo convertir a Petro en un candidato viable en votación en algunas regiones que estaban perdidas y sobre todo en un preso de sus juergas de desfachatado político que usa lo que tiene y reta los horizontes con trofeos y venganzas que hoy vemos concretadas en un libreto digno de serie de intriga política.
En ese camino apareció su staff, el que tenía en el Congreso, su Unidad de Trabajo Legislativo. Más como un “escuadrón antidisturbios”, entrenados para los vandalismos de la campaña y los destrozos de las protestas que en el camino podrían hacer los del Pacto Histórico, decidieron en función de Benedetti, su jefe, y defendieron a Petro con sus escudos y sus bastones de los ataques que venían de la calle y de los clubes sociales de la élite nacional.
Dentro de ese grupo de atención especial que suplía todas las necesidades, la cabeza fue Laura Sarabia, a la que Benedetti sí crio y le enseñó lo bueno, lo práctico y lo perverso que tiene la supervivencia dentro del poder. Una vez que en el proceso electoral cumplió un papel, Petro en su soledad la mantuvo a su lado y, con el paso de los días en ese Palacio de Nariño que tanto les molesta, ella fue ganando un espacio que tradujo como “poder”. Entre una y otra gestión de buena ejecutiva, Laura decidió entonces ser eficiente pero también mirar hacia el futuro y dio entrevistas como mujer poderosa y hasta dijo que podría ser presidenta. Ahora este episodio no solo la deja sin ese “poder” sino a las puertas de una investigación que podría complicarle la vida.
La salida de Benedetti, Roy, Laura y Alfonso Prada va decantando la verdadera familia política de Petro; todos estos personajes fueron caballos de Troya para ganar, pero intoxicaron, según las voces de la izquierda real, el proyecto político que representa Petro más allá de él mismo. Hoy, 10 meses después del inicio del gobierno, ya no están.
Ahora esperemos a conocer quién le ayudará al presidente de la potencia mundial de la vida a gestionar el “cambio” en el que —según la encuesta de Invamer para El Espectador, Noticias Caracol y Blu Radio— más del 68 % de los colombianos no creen.
Ya no se pueden quejar de la infiltración, que gobiernen y obtengan resultados. Y que Benedetti y Laura Sarabia encuentren su lugar, ese que, según lo que se conoce, no tiene prácticas transparentes y valdría la pena olvidar en la función pública.