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Renunciar es un acto de fortaleza. Es una decisión que implica pérdida y que supone abandonar algo en lo que se ha invertido confianza, tiempo, creatividad, energía, esperanza. Trae consigo una reflexión íntima y absolutamente solitaria. Nadie, ni las personas más cercanas, participan o comparten lo que se siente al renunciar. Nunca es un paso insignificante ni efímero, siempre deja huella.
Se renuncia a un trabajo, se renuncia a una herencia, se renuncia a un deseo, se renuncia a un viaje, se renuncia a un amor. Es un momento de valentía, de arrojo, de determinación, de lucidez, de claridad. Se deja algo, se suelta, se libera, se cambia la página, se emprende un camino nuevo, o se precipita al vacío. Renunciar es aceptar un fin definitivo de algo concreto y pocos eventos de la vida humana son tan tajantes. Renunciar forja el carácter, así para algunos pueda significar cobardía.
Las renuncias son un duelo y por lo tanto duelen. Por eso estamos adoloridos como colombianos. Si unos ministros o funcionarios renuncian o no, o si las renuncias son inevitables para algunos más que para otros o, si son protocolarias o irrevocables, serán coletazos de la grieta insalvable que evidencia el trabajo del equipo de gobierno. Pero la renuncia de fondo es la que sentimos los ciudadanos que fuimos obligados a renunciar a la tranquilidad. El consejo de ministros televisado, el de la semana pasada, porque vendrán otros, no fue una anécdota del gobierno Petro, fue un acto de agresividad que nos dejó temblando desnudos en medio del frio.
El maltrato no fue entre unos funcionarios que se odian y que hicieron públicas sus venganzas, el maltrato fue a un país al que se le abandonó a su suerte. ¿Cómo sigue funcionando así un gobierno?
El llamado consejo de ministros fue también la renuncia de Gustavo Petro, persona, a su ideal sobre el comportamiento humano, del buen ser humano. El hombre que estuvo allí se mostró desconsiderado, humillante, injusto, impertinente con el equipo que él mismo sentó en esa mesa. El Petro político, audaz sin duda que sostuvo la atención nacional por más de seis horas, y ya en su rol como presidente no tuvo reparo en dar volteretas para defender al indefendible y arrastró con esa defensa a un país a la vergüenza. El indefendible merece las oportunidades que quiera, pero en su vida personal, con sus esposas, con su familia, pero no en el servicio público. Las acciones tienen consecuencias.
La militancia en una causa, en un proyecto político, incluso hasta en un sueño idealista, en esencia requiere de renuncias. En este caso los mínimos prometidos: renunciar a la corrupción y no pasar los límites de la ética y de la dignidad, de hacer un servicio público desde la izquierda que mirara para donde antes no se había mirado. Renunció Petro a todo eso y prefirió el pragmatismo de la locura.
