Nuestra existencia adquiere sentido a través del ejercicio de la dignidad y, ella se establece construyendo un delicado equilibrio entre el compromiso y la autonomía, entre el lugar que tienen las necesidades de los demás y el propio camino.
Sin embargo, en nuestra cultura se ha vuelto costumbre construir el propio valor a partir del desprecio del otro, a partir de ejercer poder sobre el otro y de acumular privilegios.
Por ejemplo, entre los adolescentes de un colegio puede pensarse que es legitimo convertir a las personas con sobrepeso en objeto de burla y humillación, que no merecen ser aceptadas y, de manera casi mecánica, pronto aparecerá un grupo que se adjudicará el rol activo del matoneo o exclusión.
Si en una sociedad se considera peligroso que alguien se dedique a la construcción de solidaridad y tejido social, seguro surgirá algún grupo que se hará cargo de excluirlos, amenazarlos o incluso matarlos
En el mundo laboral un gerente, bajo la excusa de la eficiencia, puede afirmar su “dignidad” siendo sordo a las propuestas de su equipo o desvalorizando la intervención de algún colaborador y, así sin darse cuenta transita hacia un modo de trabajo dictatorial.
O, cuando cualquier figura de “autoridad” considera que su prestigio y su valor dependen de no dar su brazo a torcer, cuando creen que ceder y entender al otro, es igual a perder estamos haciendo de la humillación una manera de vivir.
Es innegable, hacemos un gran esfuerzo para mantener a raya nuestra historia patriarcal, sin embrago hemos aprendido a proteger nuestra fragilidad y vulnerabilidad denigrando y subordinando a otros.
Casi todos hemos estado en situaciones en las que la envidia o el desprecio hacen su aparición y se vuelven protagonistas, al aceptarlos pasivamente se construye el espacio psicológico y cultural que avala la destrucción de los derechos humanos y con él la destrucción de aquellas personas sobre las cuales recaen estas emociones.
Lo mas peligroso es que una creencia social libera la responsabilidad individual de quien la actúa, crea una suerte de impunidad personal, donde la idea de que el privilegio es el fundamento de una dignidad hace aceptable la humillación.
Es urgente recorrer un camino emocional diferente, reconocer que quien es capaz de apreciar al otro y de crear lazos solidarios construye dignidad personal y social. Quien experimenta dolor al observar que su cónyuge o su compañero de clase están sintiendo humillación y, asume la tarea de acompañar al otro a reconocer su valor, se convierte en un verdadero ser humano.
Quien se compromete con la tarea de crear para los humillados y excluidos un lugar legitimo y digno, siembra las verdaderas semillas de la paz.